13570519681?profile=RESIZE_710x

Estoy convencida en que #CuandoLlegaUnaMujerGanamosTodas". Durante 2 años he documentado en Retos Femeninos a diversas mujeres líderes que han logrado ser la primera en ocupar el cargo máximo de decisión dentro de una empresa o institución y todas han abierto puertas e impulsado a otras mujeres.  

Cuando una mujer llega al cargo máximo de decisión, suele tener una mayor sensibilidad hacia las barreras que enfrentan otras mujeres, porque muchas veces las ha vivido en carne propia: la invisibilización, la doble carga laboral, la falta de redes de apoyo o la discriminación velada. Por eso, no es raro que impulse cambios estructurales que promuevan la equidad de género, como políticas de conciliación laboral, programas de mentoría para mujeres, reclutamiento con perspectiva inclusiva o protocolos contra el acoso. Su liderazgo abre camino no solo por lo simbólico de su presencia, sino porque entiende que su éxito no tiene sentido si no sirve para que más mujeres puedan avanzar con menos obstáculos.

Durante décadas, el debate sobre la desigualdad de género en el ámbito profesional se ha centrado, con razón, en la discriminación estructural, la brecha salarial y la escasa representación femenina en posiciones de liderazgo. Sin embargo, existe un tema incómodo y menos discutido que también merece atención: los obstáculos que, de forma consciente o inconsciente, algunas mujeres imponen a otras mujeres. 

Mientras los hombres siguen ocupando la mayoría de los cargos de decisión —según la ONU, solo el 28% de los cargos directivos en el mundo son ocupados por mujeres—, aún persisten dinámicas dentro del mismo género femenino que dificultan la creación de redes de apoyo genuinas. El egoísmo, la envidia y la competencia destructiva no son características exclusivas de las mujeres, por supuesto. Pero en un sistema dominado históricamente por hombres, estas actitudes pueden debilitar el potencial transformador de la sororidad femenina.

La rivalidad entre mujeres tiene raíces profundas. Desde la infancia, a muchas se les enseña a competir por la validación externa: por la atención del maestro, por la aprobación familiar o por la aceptación social, muchas veces en función de su apariencia. Esa competencia continúa en la adolescencia y se acentúa en la adultez, sobre todo en espacios donde hay pocas oportunidades de destacar. Cuando las mujeres sienten que solo hay un lugar disponible “en la mesa”, es más probable que vean a las demás como una amenaza en lugar de una aliada. Esta mentalidad de escasez no surge de forma espontánea; es producto de un sistema que ha limitado históricamente el acceso de las mujeres a los espacios de poder, lo cual ha creado un ambiente de competencia constante.

El problema no radica en que las mujeres sean intrínsecamente más celosas o egoístas que los hombres, sino en que han sido educadas en una cultura que favorece la fragmentación del género femenino y promueve la idea de que “sólo una puede ser la elegida”.

La envidia entre mujeres se expresa de muchas maneras: comentarios pasivo-agresivos, falta de reconocimiento mutuo, críticas encubiertas o la negativa a apoyar el crecimiento profesional de otra. Estas formas de sabotaje sutil perpetúan un entorno tóxico que, paradójicamente, beneficia a los hombres.

Cuando una mujer no promueve a otra, cuando la desacredita o cuando obstaculiza su crecimiento, está contribuyendo, aunque sin quererlo, a mantener intactas las estructuras patriarcales. El sistema no necesita trabajar tan duro para excluir a las mujeres si ellas mismas se encargan de fragmentarse.

Un caso frecuente en ambientes laborales es el de jefas que no confían en sus colaboradoras mujeres o que prefieren rodearse de hombres por considerarlos “menos problemáticos”. Esta práctica, además de injusta, priva a las mujeres de modelos a seguir, mentorías y redes de apoyo clave para su desarrollo profesional.

No sería justo ni riguroso afirmar que la principal razón por la cual los hombres dominan los puestos de poder es la rivalidad entre mujeres. La realidad es mucho más compleja e involucra siglos de exclusión, políticas injustas, roles de género rígidos y falta de políticas públicas con perspectiva de género.

Sin embargo, es igualmente cierto que mientras las mujeres estén más ocupadas en competir entre sí que en apoyarse, estarán entregando —sin darse cuenta— su poder a quienes han dominado históricamente las estructuras: los hombres.

La falta de sororidad debilita cualquier posibilidad de construir una fuerza colectiva. El feminismo, como movimiento social y político, ha sido claro en este punto: la verdadera transformación solo es posible cuando las mujeres se reconocen mutuamente como aliadas y no como enemigas. La solidaridad no significa que todas deban pensar igual, sino que deben dejar de verse como obstáculos en el camino.

La sororidad no es solo un valor ético, es una estrategia política. Implica reconocer que el avance de una mujer puede abrir puertas a muchas más. Implica dejar de lado la visión individualista del éxito para construir redes que empoderen a todas.

Hoy en día, existen movimientos y organizaciones que promueven activamente esta lógica. Mujeres que recomiendan a otras para ascensos, que comparten información valiosa, que crean espacios de mentoría y que celebran los logros ajenos como propios. Estas prácticas, aunque aún minoritarias, están ganando terreno y tienen el potencial de transformar el paisaje profesional.

La clave está en romper con los patrones aprendidos, en desaprender la competencia dañina y en reconocer que el poder femenino no es un recurso escaso, sino una energía expansiva que se multiplica cuando se comparte.

El camino hacia la equidad de género requiere de reformas externas, sí: leyes, políticas, cuotas, educación. Pero también necesita de una revisión interna y honesta. Las mujeres tienen el poder de cambiar muchas cosas desde su lugar: desde cómo se relacionan entre ellas, cómo se hablan, cómo se apoyan.

Dejar de ver a las demás como rivales y empezar a verlas como aliadas no es un gesto menor. Es, en sí mismo, un acto de rebeldía contra un sistema que ha lucrado durante siglos con su división. Porque mientras algunas mujeres se ocupen de criticar, boicotear o minimizar a otras mujeres, los hombres seguirán sentados en la cima del poder, cómodos, sin necesidad de moverse.

La verdadera revolución comienza cuando una mujer decide no competir con otra, sino levantarla. ¿Qué opinas?

 

Enviadme un correo electrónico cuando las personas hayan dejado sus comentarios –

¡Tienes que ser miembro de Retos Femeninos para agregar comentarios!

Join Retos Femeninos