13734316059?profile=RESIZE_710xLos primeros siete años de vida son un periodo extraordinario y decisivo. En ese tiempo, el cerebro del niño alcanza cerca del 90% de su desarrollo, se forjan los cimientos de su personalidad y se establecen los patrones emocionales que lo acompañarán en su vida adulta. Estar presentes —emocional, física y afectivamente— no es solo “pasar tiempo” con los hijos: es sembrar las raíces de su seguridad, su autoestima, sus valores y su capacidad de relacionarse con el mundo.

Los primeros siete años son una ventana irrepetible. Desde el nacimiento hasta los siete años, los niños absorben el mundo como esponjas. Su aprendizaje no es solo intelectual: observan, imitan y sienten. Cada gesto de sus padres, cada palabra y cada emoción compartida les enseña cómo amar, confiar, manejar el miedo o la frustración.

Neurocientíficos han demostrado que en esta etapa se forman las conexiones neuronales que sostendrán el lenguaje, la empatía, el autocontrol y la resiliencia. Por eso, lo que viven hoy influirá directamente en cómo enfrentarán los desafíos del mañana.

La presencia de los padres nutre el corazón desde el nacimiento. Más que cantidad de horas, los niños necesitan atención plena. Esto significa mirarlos a los ojos cuando hablan, escuchar sus historias sin prisa, abrazarlos sin motivo, compartir risas y rutinas. La presencia consciente les envía un mensaje profundo: “Eres valioso, mereces mi tiempo, confío en ti”. Cuando sienten esa seguridad emocional, florecen con confianza y desarrollan un sentido sólido de pertenencia y autoestima.

Modelar con el ejemplo ya que el ejemplo educa. En los primeros siete años, los niños aprenden más de lo que ven que de lo que les decimos. Si los padres practican el respeto, la gratitud, la paciencia y el autocuidado, los hijos los internalizan. Un hogar en el que se pide perdón, se celebran los logros y se manejan los conflictos con diálogo enseña más sobre valores que cualquier sermón.

Es muy importante crear vínculos seguros. Un niño que sabe que puede acudir a sus padres cuando tiene miedo, tristeza o curiosidad, desarrolla apego seguro. Este vínculo será la base para establecer relaciones sanas en la adolescencia y la adultez. Estudios de la Universidad de Harvard muestran que la presencia constante de al menos un adulto afectuoso y disponible es el factor más poderoso para superar situaciones adversas.

Tiempo de calidad, no de perfección. La vida moderna impone agendas apretadas y presiones laborales, pero no se trata de ser padres perfectos ni de vivir pegados a los hijos. Lo esencial es hacerles sentir que, cuando estamos con ellos, estamos realmente presentesPequeños rituales -como leer un cuento antes de dormir, desayunar juntos o conversar camino a la escuela- dejan huellas más profundas que cualquier juguete costoso.

Es muy importante preparar a nuestros hijos para el futuro. La disciplina positiva, el desarrollo del lenguaje emocional y la curiosidad que fomentamos en estos años determinan su capacidad para resolver problemas, trabajar en equipo y mantener la motivación ante los retos. La presencia de los padres les enseña a confiar en su voz interior, a sentirse capaces de explorar el mundo con seguridad y a saber que siempre cuentan con un “puerto seguro” al cual regresar.

La herencia más importante que podemos dejar es invisible. Estar presentes en los primeros siete años es un acto de amor que multiplica sus frutos a lo largo de la vida. Lo que ofrecemos hoy, tiempo, abrazos, límites claros y palabras de aliento, será su fortaleza en el futuro. Ningún logro profesional ni ningún bien material puede sustituir el poder de una infancia acompañada con amor y presencia. Como adultos, tenemos en nuestras manos la oportunidad de moldear no solo la vida de nuestros hijos, sino la de las generaciones que vendrán.

 

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