Érase una vez un reino en el que todo era dicha y felicidad: se veía a los niños jugando en las callecillas alegremente, la gente gozaba del bienestar, que su trabajo y buenas cosechas les podían proporcionar. Las familias unidas y en paz, iban a los festejos y bailes en palacio, que bajo cualquier pretexto, se celebraban.
El segundo hijo del rey era el heredero de la corona, pues el primogénito había muerto de pequeño. El príncipe Segundino había llegado a la edad de merecer y sus padres pensaron en casarlo con una princesa del reino de al lado, para fortalecer la alianza con sus vecinos.
Ella se llamaba Clara, muchacha linda y con una gran iniciativa y amor por sus semejantes. Para llevar a cabo la boda, se organizaron sendas fiestas en los reinos y parecía que todo iba muy bien tras los primeros meses de matrimonio, cuando al morir el rey, su padre, Segundino fue coronado como nuevo monarca de ambos reinos.
La reina Clara empezó a ganar la simpatía y el cariño de la gente por todo lo que hacía a favor del bien común. Y cosas que pasan, el flamante rey comenzó a fijarse en Dulcinea, una voluptuosa doncella que trabajaba en palacio, la cual sucumbió a las promesas del nuevo monarca. Sus amoríos clandestinos y muy apasionados, los mantuvieron en secreto por algún tiempo hasta que una pitonisa que frecuentaba el rey le advirtió que pronto caería la desgracia sobre el reino.
No bien había pronunciado esas palabras la vidente, el soberano recibió la noticia de que sus tierras, tan productivas, habían empezado a ser invadidas por bárbaros del norte, quienes amenazaban además con despojar de todas las propiedades a los habitantes, e incluso, sacar al rey de palacio.
El monarca pronto expidió un decreto real por el que se obligaba a los varones del reino a ponerse la armadura y afilar las más sofisticadas bayonetas. Así fue como al cabo de una semana ya no se veía a hombre alguno por las calles del reino. Todos habían salido a combatir a los invasores, menos el rey, quien para su sorpresa, vio como la reina Clara, que era una buena amazona y dominaba las flechas, había salido también a luchar por el bien común.
Las semanas pasaban y seguían librándose feroces combates. Las mujeres empezaron a extrañar y preocuparse mucho por la vida de sus hombres. Hay que decir que todas esas princesas de los cuentos, también eran habitantes del reino pues años antes habían pedido asilo por similares invasiones en sus propios reinos, y a las cuáles, ¿se acuerdan?, les habían prometido felicidad eterna.
Las noticias de bajas en el campo de batalla las tenía tristes y desoladas y comenzó a correr el rumor de que la reina Clara no regresaría a palacio por lo cual las mujeres se reunieron para formar un ejército femenino e ir a pelear junto con ella.
Al descubrir su plan, el rey mandó traer a una socorrida y vieja hechicera del Quinto Reino, que era capaz de lograr cambiar el destino de quien a ella se lo pidieran. La perversa mujer fraguó junto con el rey una hipnosis multitudinaria para todas las mujeres del reino a quienes había convocado en el patio principal de palacio, con el engaño de darles una buena noticia.
Sin que nadie se diera cuenta, la hechicera expandió polvos invisibles y conjuros maléficos desde el balcón más alto del castillo para hipnotizar a las mujeres, convenciéndolas de que su lugar estaba en el reino y en ningún otro sitio y además, sometiéndolas con la falsa ilusión de un techo de cristal, que las protegería a manera de una gran burbuja de la cual nadie, absolutamente nadie podría salir ni entrar. Era una enorme bóveda que abarcaba la extensión del pueblo con todo y su palacio al centro.
Al cabo de un tiempo, las mujeres se acostumbraron a ver el cielo, las nubes y las aves libres a través del techo de cristal. Aún la lluvia, parecían no sentirla pues creían que el techo las resguardaba. Nunca se les ocurría ir más allá de los límites del reino y fueron perdiendo el entusiasmo y la esperanza.
Un buen día, regresó Clara con su ejército liberador al “reino con techo de cristal”. Entró por la Calzada del Norte pero nadie la reconoció. Observó con horror, a las mujeres caminando por ahí como almas en pena y no se explicaba el motivo de tan notoria desvitalización. Las niñas y los niños, tras ellas, las imitaban. Los hombres no salían de la confusión y el desconcierto al ver a sus propias familias en ese estado.
Al entrar en las habitaciones del rey, Clara inquirió fuertemente al soberano por lo que había visto a su llegada. Al enterarse del hechizo, hizo correr la noticia de su regreso a palacio por todos lados y convocó a las mujeres para escuchar, en sus propias palabras, mensajes de liberación y realización personal, que implicaban también a sus esposos, a quienes les pedía comprensión y solidaridad.
Una vez rota la maldición, solo el nombre de “El reino con techo de cristal” quedó. El rey reconoció públicamente el valor de los hombres combatientes que habían recuperado propiedades y libertad; y delante de todos los habitantes, hizo traer un cetro, igualito en tamaño y forma al de él, pero con incrustaciones de las más costosas piedras preciosas. Con agradecimiento y humildad se lo entregó a la reina, bajo la promesa de quererla, respetarla, serle fiel y luchar codo a codo con la admirada soberana Clara, todos los días de su vida. ¡Ah! Y antes del “colorín colorado”, he de decir que la reina prometió lo mismo al rey.
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