Y a veces, el dinero solo prolonga el agotamiento.
Hacer más dinero no siempre sana.
A veces solo te permite seguir funcionando cuando ya no puedes más.
Con tacones o con crocs. Con hijos o sin ellos.
Con la agenda llena y el alma vacía.
Yo también creí que si ganaba más, dolería menos.
Que si podía sostener a todos, lo mío podía esperar.
Pero el cuerpo no espera.
Las emociones tampoco.
El dinero, cuando se convierte en escudo, se transforma en muro.
Y detrás del muro… hay una mujer cansada, silenciosa, muchas veces sola.
Nos enseñaron a ser proveedoras emocionales, cuidadoras, salvadoras.
A sobrevivir. A resistir. A resolver sin hacer ruido.
Y también a sentir culpa cuando al fin pensamos en nosotras.
Hasta que algo dentro dice basta.
Y aparece esa voz que incomoda,
pero también empieza a liberarte:
“No puedes seguir postergándote detrás de tu éxito.”
Ese fue mi fénix.
No el glamoroso, sino el real:
el que llega entre lágrimas, caos y verdad.
El que te obliga a verte sin maquillaje emocional.
Ahí entendí que el dinero no me iba a salvar.
Pero sí podía ayudarme a dejar de desmoronarme.
A dormir sin sobresalto.
A decir “no” sin explicar.
A tener un fondo para mí, y no solo para emergencias ajenas.
Desde entonces, decidí usar el dinero como una forma de autocuidado.
Como un lugar para reencontrarme, no para esconderme.
Y sí, estoy construyendo un espacio para eso.
Un lugar donde hablar de dinero no sea hablar de logros,
sino de heridas, de límites, de deseos.
De volver a ti.
Porque no, el dinero no te va a salvar.
Pero sí puede sostenerte mientras aprendes a salvarte a ti.
Y tal vez… es hora de que te sostengas distinto.
¿Qué opinas?
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