La reciente elección del nuevo Papa ha vuelto a poner a la religión en el centro del debate público. Se analizan sus discursos, sus posiciones sociales, su rol en la política internacional. Pero pocas veces se plantea una pregunta que, como mujer, me parece crucial: ¿dónde están las mujeres en las religiones?
En un planeta donde el 84% de la población se identifica con algún credo religioso (Pew Research Center, 2023), las doctrinas de fe siguen marcando la vida de miles de millones de personas. No solo definen la relación con lo divino, sino también normas sobre el poder, la sexualidad, la educación y el rol social de las mujeres. Y sin embargo, las mujeres seguimos siendo mayoritariamente invisibles en sus estructuras de poder y representación.
Lo cierto es que existe una paradoja: en muchas religiones, las mujeres son las cuidadoras, las que sostienen la vida espiritual en sus hogares, las que enseñan a rezar, las que mantienen viva la tradición. Y sin embargo, no predican, no dirigen, no legislan en nombre de su fe. Salvo contadas excepciones, las mujeres han sido históricamente invisibilizadas, relegadas o excluidas de los espacios de toma de decisiones dentro de las instituciones religiosas.
El catolicismo, por ejemplo, no permite el sacerdocio femenino. En el islam, las mujeres difícilmente acceden a roles de liderazgo religioso. En el judaísmo ortodoxo, tampoco pueden ejercer funciones rabínicas. Lo que varía entre tradiciones, se repite en la lógica: la espiritualidad femenina se acepta mientras sea silenciosa y obediente.
Y esta desigualdad no se limita a las religiones abrahámicas: en el hinduismo, las mujeres rara vez pueden ejercer como sacerdotisas (panditas), en el budismo tibetano, sólo en 2016 el Dalái Lama reconoció por primera vez a una mujer con el título de geshema (equivalente a doctorado en estudios budistas), tras siglos de exclusión, y en muchas religiones afrodescendientes y sincréticas, como la santería cubana o el candomblé brasileño, las mujeres pueden tener roles de poder espiritual (iyalorixás, maestras de ceremonia), aunque con frecuencia enfrentan resistencias culturales y jerárquicas.
Pero, ¿siempre fue así?
Aunque hoy el escenario es de exclusión o marginalidad, la historia no ha sido uniforme. En los primeros siglos del cristianismo, por ejemplo, existieron mujeres diaconisas y líderes de comunidades, y en diversas culturas indígenas, las mujeres eran chamanas, sacerdotisas o guardianas del conocimiento espiritual. Incluso en textos sagrados, encontramos a figuras femeninas valientes, sabias y proféticas. En el islam, por ejemplo, la primera persona en convertirse fue una mujer (Khadija, esposa del profeta Mahoma), y Aisha, otra de sus esposas, fue una importante transmisora de hadices.
Pero con el paso del tiempo, la institucionalización de la religión fue desplazando a las mujeres del centro al margen. Se confundió jerarquía con autoridad espiritual, y se desdibujó lo que muchas mujeres habían aportado.
Y no, no se trata de atacar la fe ni de negar su valor. La espiritualidad puede ser una fuente inmensa de fuerza, consuelo y comunidad. Lo que cuestiono es que una herramienta tan poderosa para el alma siga reproduciendo desigualdades tan profundas para el cuerpo social. Cuando una religión impide que una mujer predique, tome decisiones o sea voz autorizada, está legitimando una visión desigual del mundo. Y esta desigualdad se filtra en las leyes, las costumbres, los sistemas educativos, e incluso en la autoestima de millones de niñas y mujeres que aprenden, desde pequeñas, que lo sagrado no tiene su rostro.
De hecho, la ONU ha advertido en varios informes que la desigualdad de género en contextos religiosos tiene consecuencias concretas: limita el acceso de las mujeres a la educación, al liderazgo comunitario, a la salud reproductiva y a la autonomía económica.
Entonces, ¿es posible una espiritualidad feminista?
Sí. Y de hecho, ya existe.
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Existen movimientos como el feminismo islámico, que reinterpretan el Corán desde una visión de equidad.
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Mujeres rabinas en ramas reformistas del judaísmo.
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Teólogas feministas en el cristianismo que reclaman una nueva lectura de los textos sagrados.
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Líderes indígenas que recuperan prácticas ancestrales de conexión con lo divino desde lo femenino.
Se trata de rescatar lo espiritual sin renunciar a lo justo, de construir una fe que también se alinee con los derechos humanos y la dignidad.
Este artículo no busca desacreditar creencias, sino invitar a la reflexión. ¿Qué pasaría si también en el ámbito religioso empezáramos a preguntarnos por la equidad? ¿Si recuperáramos las voces femeninas que fueron silenciadas? ¿Si las nuevas generaciones vieran en sus líderes espirituales tanto a hombres como a mujeres?
Porque lo sagrado, si no es justo, deja de ser guía.
Y si hay algo verdaderamente sagrado, es la igualdad.
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