Hace unos días visité por segunda vez la exposición Veneradas y Temidas (Caixaforum en colaboración con el British Museum) en mi ciudad, después de haberme quedado impresionada con ella la primera vez que la ví en Madrid. Es un recorrido por el poder de lo femenino y sus múltiples caras a lo largo de 5.000 años de historia: brujas, espíritus, diosas o santas. Y en ambas ocasiones, una pregunta se ha quedado rondando en mi cabeza...
¿Por qué el poder femenino asusta tanto?
A lo largo de la historia, las mujeres hemos enfrentado un sinfín de obstáculos cuando se trata de ejercer el poder o asumir roles de liderazgo. Desde los tiempos antiguos hasta la actualidad, la idea de una mujer al mando ha generado conflicto y resistencia, tanto social como institucional. ¿Por qué está mal visto que las mujeres lideren? ¿Por qué, a pesar de los avances en derechos y equidad, seguimos teniendo tantas limitaciones para ascender o ganar dinero?
En primer lugar, el conflicto con el poder tiene raíces profundas en los sistemas patriarcales que han moldeado nuestras sociedades durante siglos. El liderazgo ha estado tradicionalmente asociado con atributos masculinos como la autoridad, la fuerza y la racionalidad, mientras que a las mujeres se las ha vinculado con características consideradas menos aptas para el liderazgo, como la emocionalidad o la sumisión (menos mal que desde hace tiempo las soft skills han aparecido como fundamentales). Esto ha creado una percepción negativa sobre el liderazgo femenino que, aunque en menor medida, sigue presente en la actualidad.
Sin embargo, y por fortuna, la historia también nos regala ejemplos de mujeres que han desafiado estas normas y abrazado roles de poder con gran éxito. Una de ellas fue Hatshepsut, faraona del antiguo Egipto. A diferencia de muchas reinas de su época, que gobernaban a través de sus hijos o maridos, Hatshepsut tomó el trono por derecho propio y ejerció un liderazgo sólido durante más de dos décadas. Bajo su mandato, Egipto floreció económicamente y se desarrollaron grandes proyectos de infraestructura. Para ser aceptada como gobernante, Hatshepsut se presentó en muchas representaciones artísticas vestida con la barba ceremonial de los faraones hombres, un claro indicativo de que incluso en aquel momento, el poder y la autoridad debían proyectarse con características masculinas.
Este tipo de poder femenino, aunque admirable, no fue la norma. En la mayoría de las culturas, las mujeres fueron apartadas del liderazgo y relegadas a roles secundarios. A lo largo de los siglos, la idea de que el espacio natural de la mujer era el hogar, el cuidado de la familia y la sumisión a los hombres se fue reforzando culturalmente, lo que contribuyó a perpetuar la noción de que las mujeres no eran aptas para ejercer el poder en la esfera pública. Romper con estos roles ha sido percibido como una subversión del orden natural de las cosas, y las mujeres que lo han hecho han sido frecuentemente etiquetadas como ambiciosas, frías o mandonas, términos que rara vez se utilizan con connotaciones positivas en hombres.
Por otro lado, las mujeres se enfrentan a un fenómeno conocido como techo de cristal, una barrera invisible que les impide avanzar a niveles superiores en sus carreras, independientemente de sus habilidades o méritos. Esta barrera está reforzada por la falta de representación femenina en puestos de poder, los sesgos inconscientes que asocian el liderazgo con la masculinidad, y las limitaciones impuestas por las responsabilidades de cuidado, que recaen desproporcionadamente sobre las mujeres. A estas dificultades se suma el "síndrome de la impostora", como ya os hablé en mi último artículo, una experiencia psicológica común en mujeres líderes que, a pesar de sus logros, sienten que no merecen el éxito que han alcanzado y temen ser descubiertas como fraudes. Este sentimiento de inseguridad se ve amplificado por la falta de modelos a seguir femeninos en posiciones de liderazgo, lo que refuerza la idea de que el poder y el éxito no son espacios naturales para las mujeres.
Cambiar esta situación implica derribar las barreras estructurales y culturales que limitan el liderazgo femenino. El poder no debe estar ligado a géneros, sino a competencias y capacidades. Debemos seguir luchando por una representación equitativa en todos los niveles de la sociedad y asegurar que las niñas y mujeres jóvenes crezcan en un mundo donde sus ambiciones no estén restringidas por su género, sino impulsadas por su talento y capacidad.
Las mujeres somos poderosas, solo nos queda creerlo y, como dice Mary Shelley: "No deseo que las mujeres tengan más poder sobre los hombres sino que tengan más poder sobre ellas mismas".
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