El peluche en la repisa Una historia sobre duelo infantil y el poder de decir la verdad

Cuando su madre lo encontró, Leo estaba hablando con un osito de felpa viejo, de esos que ya tienen una oreja caída y la costura del cuello floja. Le hablaba bajito, con la voz temblorosa, como si intentara no llorar. Le decía que ya no iba a portarse mal, que no iba a volver a hacer enojar a nadie, que por favor le regresaran a su hermanito. Que ya aprendió la lección.

La mujer se quedó parada en la puerta, sin poder moverse. Tenía semanas diciéndole que su hermanito estaba dormido, o que se fue al cielo porque era muy especial. Nunca pensó que su hijo de cinco años entendería la muerte como un castigo. Y mucho menos que se culparía por ella.

Leo era un niño callado, observador, de esos que parecen estar siempre escuchando algo que nadie más oye. Desde que su hermano murió, se apegó a ese peluche de una forma extraña. No dormía sin él. Lo sentaba a su lado en la mesa. Y cada noche, antes de acostarse, lo colocaba cuidadosamente en la repisa, justo al centro, como si desde ahí cuidara su cuarto. Nadie más podía tocarlo.

En casa todo parecía funcionar de manera normal. Sus padres volvieron al trabajo. Leo regresó al kínder. Comía, jugaba, hacía dibujos. Pero algo no estaba bien. Empezaron a aparecer señales: dibujos con camas flotando en el cielo, niños con alas, puertas cerradas con llave. En todos, un osito aparecía en algún rincón.

Una tarde, su mamá se armó de valor y trató de hablar con él:

—¿Por qué no jugaste hoy con tus amigos?
—Porque si me porto mal, el osito se va.
—¿Y quién te dijo eso?
—Él me lo dijo. Cuando me porto mal, se enoja. Y si se va, se lleva a todos. Como se llevó a Mateo.

Nadie le había dicho que Mateo había muerto. Solo le dijeron que se había ido. Y Leo, con su forma concreta de entender el mundo, construyó su propia historia: su hermanito se fue porque él, Leo, hizo algo mal.

Esa noche, su mamá se quedó en la sala hasta tarde, abrazada al osito mientras lloraba en silencio.
Lo entendió todo.

El duelo infantil existe, pero muchas veces pasa desapercibido. Los adultos creemos que si no les decimos la palabra “muerte”, si no mencionamos el dolor, los estamos protegiendo. Pero lo que realmente hacemos es dejarlos solos en un laberinto de emociones sin mapa.

Leo no necesitaba mentiras piadosas. Necesitaba palabras verdaderas, dichas con amor.
Y su mamá, finalmente, buscó ayuda.

Una tanatóloga especializada habló con él. Le explicó lo que había pasado. Le validó su dolor. Le dio permiso de llorar, de preguntar, de no entenderlo todo en un solo día.

Leo volvió a dibujar. Esta vez, su hermano aparecía en una estrella. El osito ya no estaba encerrado en una repisa, sino abrazado a otro muñeco.

Y su madre entendió que la verdad puede doler, sí… pero el silencio puede doler mucho más.

Si conoces a un niño en duelo, no lo subestimes. No le escondas la verdad creyendo que lo proteges. Los niños sienten, aunque no siempre tengan palabras. Y necesitan de nuestra claridad, de nuestra ternura, y del acompañamiento de quienes saben cómo caminar junto a ellos.

La tanatología no es solo para adultos. También puede ser la linterna que un niño necesita en medio de un cuarto oscuro. No para evitarle el dolor, sino para que no lo viva en soledad..

 

 

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