“La soledad no es la ausencia de amor, sino el momento en que una mujer aprende a pertenecerse.”
Clarissa Pinkola.
¿En qué momento la soledad se convirtió en un defecto? ¿Quién decidió que una mujer sola está incompleta, en pausa o a la espera de algo que la valide? ¿Por qué seguimos asociando la plenitud femenina con la presencia de alguien más? ¿Y si la soledad no fuera un vacío, sino un territorio fértil? Una tierra removida que, aunque al principio parezca árida, guarda las semillas de una vida más consciente.
Durante muchos años miré la soledad con recelo, como si fuera una habitación fría a la que solo se entra cuando algo ha fallado, un estado transitorio por superar. Hoy, con el corazón sereno, puedo decir que la soledad ha sido una de mis grandes maestras porque en ella confirmé lo que Maya Angelou expresó con tanta verdad: “En la soledad, descubrimos que nuestro mayor compañero siempre fuimos nosotros mismos”.
La soledad no llegó a mi vida como refugio cómodo, llegó como prueba; tal como llegan casi todas las experiencias que nos transforman: Desarmando, cuestionando, rompiendo certezas. Fue dolorosa antes de ser reveladora, silenciosa antes de volverse comprensión.
En ese trayecto, mi mayor desafío ha sido migrar de mi tierra natal para aprender a vivir sin el eco de quienes me comprendían, sostener mis principios sin el abrazo de lo familiar, permanecer firme frente ante la incertidumbre; como caminando sin mapa, con la brújula desorientada y el corazón herido y abierto, orientarme sin referencias y no tener más alternativa que confiar en mi propio norte cuando todo lo conocido había quedado atrás.Y fue justamente en esa distancia que ocurrió algo decisivo: El corazón se reafirmó, la conciencia se agudizó y las convicciones se consolidaron.
Fue así como, paso a paso, fui comprendiendo que ser fiel a mí misma no depende del territorio ni de juicios externos. Honrar lo que pienso, siento y elijo es una forma de militancia íntima: Una resistencia que no endurece, sino que resguarda la integridad, porque permanecer en pie no implica cerrarse, sino tener la valentía para conservarse entera y sentirse plena.
En ese mismo proceso también se reveló mi relación experiencial con Dios, no como doctrina ni como ritual aprendido, sino como una presencia viva y cercana. Nunca lo busqué en altares ni en discursos ajenos, porque habita en mí, así como en ti. En la soledad comprendí que el Cristo que me sostiene no vive en templos, sino en mi conciencia, en mi ética, en la forma de amar y respetar a los otros. Un Cristo humano y compasivo, que no exige sumisión, sino coherencia y verdad. Desde esa presencia, un día a la vez voy sosteniéndome al otro lado del miedo.
Fue desde ese lugar, abrazada desde adentro, que se dio uno de los gestos más sanadores de mi vida: La niña que fui y la mujer que soy, volvieron a encontrarse; se reconocieron como dos habitantes de una misma casa después de una larga tormenta. La adulta encendió la luz; la niña, al fin, encontró descanso. Entonces, la soledad dejó de ser abandono y se volvió un lugar seguro donde pude volver a mí, reconciliada, en calma pero con la firmeza de mil valientes. Todo lo que dolió, me quebró y vació, no fue para destruirme, sino para hacer espacio a lo desconocido, desde donde emerge con tenacidad la resiliencia.
Y fue justamente desde esa reconciliación profunda conmigo misma que algo más se ordenó: Mi manera de amar. Porque cuando una mujer se habita, se reencuentra y se repara desde adentro, ya no busca en el otro lo que aprendió a darse. Conocerse antes de amar es un acto de rebelión absoluta. Una mujer que se reconoce no confunde afecto con rescate ni vínculo con necesidad; no ofrece sus heridas esperando que otro las cure. La soledad me enseñó que el amor genuino surge de quienes están completos, no de quienes buscan salvarse en otro. Como dijo Frida Kahlo: “Enamórate de ti, de la vida, y luego de quien tú quieras”. En esas palabras entendí que todo lo necesario para entregarnos ya existe en nosotras: El coraje de aceptarnos, la claridad de nuestros límites sanos y la ternura que nos regalamos. Amar, entonces, deja de ser urgencia y se vuelve reflejo; el reflejo de la vida que primero aprendimos a construir como nuestro propio refugio.
Y cuando una mujer deja de amar desde la carencia, algo más se afirma en ella: Su soberanía. Celebrar la soberanía personal es como descubrir nuestro propio centro de gravedad para decidir sin permiso y anclarnos en nuestra propia verdad con la fuerza que nace del coraje de reinventarnos para empezar de nuevo cada vez que sea necesario. No todas vinimos a ser elegidas; algunas vinimos a elegirnos, a pensar, a habitar nuestra esencia con reverencia, a protegerla y cultivarla como un jardín secreto, y desde allí proyectar nuestra luz mundo, de forma noble y humilde, y a la vez, audaz e imparable.
Publicar este texto en enero no es casualidad. Enero es umbral, frontera invisible entre lo que fue y lo que empieza a gestarse. Y en la soledad he atravesado muchos eneros internos así como he vivido renacimientos silenciosos; esos que no se anuncian ni se celebran en voz alta, pero llegan para transformarte para siempre. En tal sentido, dicen que la transformación suele vestirse de caos antes de vestirse de sentido. En palabras de May Sarton: “La soledad es la riqueza del yo”. Y en esa riqueza descubrí que el amor, la compañía y las oportunidades solo florecen cuando nacen de la claridad.
En resumen, reencontrarme conmigo misma en la soledad es un acto constante de maestría interior para aprender a vivir sin fragmentos, sin prisa, sin justificaciones, con el alma en victoria y el corazón en gratitud, sabiendo que una mujer que se pertenece no está sola y poder internalizarlo genera un equilibrio donde existe una paz que no se negocia y una alegría que no depende de nadie más.
No renuncio al amor ni al encuentro, pero tampoco a mi centro. Todo lo demás es posible… o no. Y ambas cosas están bien.
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Mayerlin Romero.
Escritora | Venezuela
@soy.mayer
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