Nací en una familia católica, soy la menor de cuatro hermanos. Toda la vida crecí sabiendo que debía ser una niña linda y estar agradecida por tener una casa, comida, una familia, educación de buen nivel y vivir en una zona de alto poder adquisitivo.
Al mismo tiempo, todas estas ventajas me hacían sentir culpable por los que no tenían casa, comida, acceso a una educación como la mía, y por ser la “consen” (lo que significaba ser la grácil princesa que aprovecha su estatus para no leer, ni hacer tarea, ni tener reto alguno.) Sentía que por más grandes que fueran mis sueños, yo no era de las niñas que iban a lograr algo grande, porque ya tenía “todo”.
En casa ser ambiciosa era sinónimo de ser egoísta y presuntuosa. Lo ideal era no hacer olas, “don´t rock the boat”. Por ejemplo, la comida que nos tocaba era la que se comía, si ibas a casa de alguien estaba prohibido querer algo distinto de lo que ahí se servía. Si no estabas de acuerdo con algo, debías alejarte sin enfrentar a nadie. Era mejor no involucrarse que hacer un embrollo.
Crecí sabiendo que a nadie le interesa realmente lo que sientes y nadie quiere oír a una persona quejumbrosa. “Si te preguntan como estás, tú no respondes cómo te sientes, sólo dices que estás bien y sigues la conversación”. Decir la verdad era incómodo, así que ¿para qué molestar? Ser invisible y pasar inadvertida era importante para sobrevivir en ese contexto.
Tenía este paradigma familiar tan impregnado que cuando me preguntaban “si pudieras ser cualquier cosa en este mundo, ¿qué serías?”; yo respondía “bailarina de refuerzo”. No podía pensar en algo que fuera protagónico porque la fórmula del éxito que yo conocía no era un descubrimiento personal; significaba ser una persona de familia, noble, humilde y bondadosa.
A pesar de esta cultura familiar había algo en mí; un sueño. Yo quería ser visible públicamente por mi trabajo. Quería que la gente se acordará de mi cara, mi nombre, mi historia y mi risa. Soñaba con ser reconocida por mi labor humanitaria como embajadora de las Naciones Unidas. Yo quería hacerla en grande y esto me generaba un conflicto enorme. ¿Cómo iba a ser reconocida por los demás si lo ideal era una vida modesta?
Años después, en mi vida adulta tuve la dicha de ser mamá y formar una familia. Fui servicial y me gustó complacer a los demás; pero algo seguía faltando. Entonces me di cuenta de que puse mis sueños en último lugar pensando que si los demás estaban contentos me iban a querer y yo sería feliz.
Luego de un proceso de terapia sé que brillar y tener reconocimiento no es egoísta ni vanidoso; que tal cual soy, es perfecto. Entonces pude liberarme de la culpa que sentía por no conformarme con ser solidaria e invisible. En esta terapia me sentí autorizada de tener un deseo propio y verme como verdaderamente soy. Lo mejor de todo es que aún seguía siendo yo. No me convertí en otra persona, ni me fulminó un relámpago. La vida siguió pero yo me quité un peso acumulado de más de 30 años.
Hoy sé que puedo irradiar. Trabajo en un lugar dónde tengo posibilidad de crecimiento, dónde puedo ser solidaria y vivir una vida agradable con tiempo para mí y mis hijos. Sé que mis padres jamás me criaron con el fin de hacerme sentir culpable por querer ser alguien; y que era yo quien no se reconocía e ignoraba mis logros. También sé que mis ganas de caer bien y no causar disgustos hicieron que negará mis sueños personales.
Me da gusto ver que mis hijos no se sienten culpables de brillar con cada baile y espectáculo que hacen. Ellos sueñan en grande, sin límites. En casa fomento su individualidad y que sean fieles a su esencia, aunque sea diferente a mí o su familia. Sin olvidar que cada uno de nosotros tiene un compromiso con el prójimo y el entorno.
Así que no importa cuánto tienes, si eres agraciada o no, si “la tienes fácil” o no. Es importante saber que como somos, somos perfectos. Con respecto, amor y admiración a la familia, toma lo que te sirve y atrévete a ser tú.
Autor: Sylvia Wardly
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