Hace unos días estuve en el Colegio Carol Baur como invitada de honor en la inauguración de la exposición El Niño y el Arte.
La ceremonia fue muy emotiva y me permitió corroborar una de mis más firmes convicciones: los niños son el presente de México y una esperanza real para conducirnos hacia un mundo mejor. Además, en ellos está la posibilidad de preservar nuestra identidad y nuestro destino.
El encuentro fue organizado por la ameritada Fundación Cultural Carol Baur, A.C., que mantiene vínculos con el Departamento de Información Pública de la Organización de las Naciones Unidas, con estatus consultivo en el Consejo Económico y Social de ese organismo internacional. Por tanto, goza de enorme prestigio y reconocimiento dentro y fuera de nuestras fronteras.
Esta Fundación otorga becas para apoyar la formación de la nuevas generaciones e incentiva su compromiso social, pues sus actividades se sustentan en la razón y la justicia y entre sus preocupaciones principales están promover los derechos humanos, la transformación de su sociedad y la conservación del planeta.
Con motivo de la apertura de esta exposición platiqué con los niños sobre lo que representa para mí la pintura, y les conté de la relación entre mi infancia y mi obra. Así, compartí con ellos mi concepto sobre el acto de pintar, que a mi parecer es una experiencia mágica y maravillosa que no sólo implica sensibilidad e inspiración, sino que exige estudiar las técnicas y los colores. Y, desde luego, obliga a practicar todos los días con absoluta disciplina y entrega, sin que importen los años que uno tenga en este oficio.
Les confesé que desde niña miraba a las manzanas en sus más diversas expresiones y que con el paso del tiempo fui descubriendo la flora, la fauna y sus entornos fantásticos, los cuales traté de recrear en mis pinturas para comunicarme con los demás.
También los platiqué que fui una niña nostálgica, al grado que algunos me calificaban de triste, aunque aclaré que nostalgia y tristeza no es lo mismo, pues una cosa es reflexionar y percibir lo que nos rodea, y otra muy distinta sufrir por algún motivo. Y también recordé que asistía desde muy chiquita al Jardín del Arte de mi ciudad natal, donde tuve la suerte de que mi primera maestra fuera la talentosa María O’Higgins, gran abogada y pintora. De hecho, ella fue pionera en el método de dar clases de arte a los niños en jardines públicos; en este caso, la Alameda de Monterrey, Nuevo León. Ahí me gustaba contemplar a los pintores y me extasiaba con su arte, pues aunque supongo que no lo comprendía del todo –era muy pequeña–, sí percibía con intensidad la belleza de sus obras.
Les relaté también mi fortuna de tener dos tías, Chanita y Cuquita, hermanas de mi padre, que marcaron mi vida, ya que una era pintora y la otra, cocinera. Todavía recuerdo que me fascinaba verlas en plena acción y me decía a mí misma: “Cuando sea grande quiero ser como ellas”. Y aquí me tienen, después de muchos intentos uniendo ambos quehaceres en uno solo, con la osadía de un agregado más: las letras, porque me considero una pintora que cocina y una mujer que escribe, que va y viene, pero sobre todo que ama a México y se interesa en su cultura y sus grandes retos.
Ante la mirada curiosa y llena de luz de esos pequeños decidí profundizar en mis recuerdos y les dije: “Así como ustedes, amiguitas y amiguitos, yo también pintaba un poco de todo, lo que iba saliendo de mi corazón, y con mis inquietas manitas dibujaba personajes imaginarios, pero también a los seres queridos que enriquecían mi entorno. Estaban en primerísimo lugar mi mamá, mi papá y mis hermanitos; muchas compañeras y compañeros de sueños y, por supuesto, mis maestros, incluso los que me regañaban. De igual manera, me encantaba delinear animales y los frutos que veía en el mercado, que tanto me deleitaban, por lo que siempre procuraba acompañar a mi madre a hacer las compras en ese lugar desbordante de colores, formas y olores”.
Y, bueno, les expliqué que descubrí mi vocación desde pequeñita, y aunque no sabía con precisión que deseaba ser pintora, sí me daba cuenta de que tenía una sensibilidad particular sobre lo que ocurría a mi alrededor. Porque, dicen, el artista al parecer percibe con mayor fuerza el aroma de las flores, quizá ve con más claridad la variación de los colores, o hasta descubre, en ocasiones, el misterioso del aletear de los colibríes...
Les expuse brevemente la historia que me llevó a empezar a pintar manzanas: mi padre, un médico lleno de bondad, que llegaba tarde por las noches a casa porque atendía a muchos enfermos, me expresaba su cariño con brillantes manzanas que compraba en la frutería de la colonia y que colocaba en mi buró. Por las mañanas, cuando me despertaba, me sentía feliz de encontrarme con esa roja señal de su amor fraternal. Seguramente eso me condujo a pintar de muchas maneras esos bellos frutos y poco a poco, de manera natural, la costumbre se fue anidando en mí hasta volverse una eternidad.
Les compartí que nací en Monterrey, tierra de grandes creadores; de gente de bien, que tiene fama de ser muy trabajadora, además de su buena genética, porque se han enfrentado a las inclemencias del desierto y a sus cielos avaros, que en ocasiones no dejan caer ni una sola gota de agua, y donde el clima es muy extremoso: en algunas épocas el frío cala los huesos y, por el contrario, en otras el calor es abrasador. Mi ciudad, les conté, está rodeada de inmensas montañas, que una y otra vez han sido modelo para mis pinturas. Muchas de estas obras están ahora en un museo que lleva mi nombre, ubicado en la Universidad Autónoma de Nuevo León, en la Biblioteca Universitaria Raúl Rangel Frías.
Rematé con un “colorín colorado”, como decimos al final de un cuento, aunque sabemos que la vida sigue y, claro está, les deseé que el futuro sea generoso con ellos y que sean capaces de aportar su esfuerzo y talento para beneficio de la humanidad.
Para despedirme, les comenté: “queridas amiguitas y amiguitos, y todos quienes los acompañan, la manzana es el primer fruto que probó la humanidad, en especial el que tanto nos ha nutrido y brindado salud física y mental, además de ser símbolo de amor, amistad y convivencia profunda y entrañable. Tanto, que se la obsequian con todo respeto y gratitud a sus maestras y maestros”.
Concluí con una frase de la talentosa presidenta de la Fundación Baur, la doctora Sandra Maldonado Baur: “Sólo el niño puede sentir su historia por el color, forma y movimiento a través de su mirada”.
Facebook: Martha Chapa Benavides
Twitter: @martha_chapa
Comentarios
Felicidades por ser AUTENTICA.
Martha: Gracias por compartir tus bellas experiencias. Bendiciones.