Por Verónica Maza Bustamante
Ella estaba ahí, llorando, a unas calles del Zócalo, en medio de las olas de mujeres que caminaban gritando consignas sin parar. Mírala bien a través de mis palabras. Iba vestida de negro. No sé si llegó con ese amplio grupo de mujeres encapuchadas que se cubrían con una manta de color azul con flores antes de lanzar una piedra a una fachada de cristal o un cuete, pero eso parecía. Las lágrimas salían a borbotones de sus ojos jóvenes. Debía tener, a lo mucho, 22 años. Se notaba en su rostro una desesperación sin freno, angustia, miedo, a la vez que descanso, agradecimiento. ¿Por qué crees que lloraba? ¿Porque destruyó la fachada de un edificio del gobierno o de una tienda de cadena internacional? ¿Porque es mujer y está triste?
Escucha lo que yo escuché cuando un grupo de chicas la abrazaron al unísono como si fueran un conglomerado de almas, un muégano agridulce, un solo ser integrado por varias cabezas, muchos brazos, corazones sincopados que comenzaron a latir de manera unificada. “¡No sé por qué tengo tanta rabia en mi interior! ¡Quiero dejar de sentir todo este dolor, quiero que se detenga!”, la oí decir. Y, ahora, tú la estás oyendo también. No sé a ti, pero a mí me dieron ganas de abrazarla, de mecerla, de decirle que todo iba a estar bien porque su sufrimiento iba a parar, pero hay tormentos interiores que no cesan porque están ahí desde hace mucho tiempo, desde que una tiene memoria, y en estos casos las frases de consuelo se quedan cortas.
A unos metros de distancia, una chica de rostro suave y tranquilo estaba parada encima de un poste de luz. Entre sus manos sostenía una cartulina de color azul con algo escrito. Acércate conmigo a leerlo. Decía: “Fui violada durante seis años, quiero respeto y libertad”. No sé si también se te estruja el estómago al leerlo. Al pensar que cada una de estas sobrevivientes tiene una manera de asumir su tempestad interna. Ella era como una estatua, no se movía, parecía que no respiraba, pero estaba ahí, en resistencia. La chica que lloraba, es igual de mujer que ella y, seguramente, ha padecido algo igual. Yo entiendo su rabia, que quieran quemarlo todo. También que el incendio ha empezado en sus tripas, en sus órganos, consumiendo su interior.
Ahora, imagínate a qué huele la gasolina cuando se escapa por la tapa de un botellón y aspira al unísono como lo hicimos quienes estábamos fuera del Banorte cuando el grupo de encapuchadas apiló un par de bicicletas Jump en la puerta y todas nos quedamos viendo, o previendo más bien, lo que pasaría. Aspira hasta que tu corazón comience a latir porque sabes que lo que va a seguir es un cerillo, aunque también puede ser una bomba molotov. Por eso le dije a mis amigas que se movieran para atrás. Lo hicieron, pero no se fueron, porque querían ver lo que seguiría: un tronido después de una llamarada, de un fuego que no lastimaba pero sí impactaba. Y el grito de decenas que surgió: “¡Fuimos todas, fuimos todas, fuimos todas!”.
La situación se replicó frente a la tienda American Eagle. Atisba cómo rompieron los cristales de los escaparates y quemaron un maniquí. Enójate si quieres. Es violencia innecesaria, pensarás. Contempla a las chicas que hicieron una valla fuera del lugar, sin pasamontañas, dando la cara a la gente. Escucha a la mujer que les gritó, enfurecida, que no debían romper ni quemar, que iba con su hijo, que él estaba asustado, que eran una vergüenza. Y antes de asentir con la cabeza, oye a una de las chicas frente al almacén. Dijo con voz clara, más o menos tranquila: “Señora, nosotras rompimos los cristales, pero fue un grupo de hombres el que se metió a robar los productos y los sacamos. No somos rateras. Queremos que nos escuchen, que nos vean, porque existimos. Porque han matado a nuestras amigas, porque han desollado y mutilado a mujeres, porque han acosado, han violado, han abusado de todas nosotras desde que nacimos. ¿Vale más un escaparate? ¿Prefiere defender un almacén?”. Ingrid, te llevábamos en el interior, en cada rostro, en cada voz, en cada grito, en cada destrucción.
Quiero que sientas como yo esa descarga de adrenalina que generó el miedo cuando nos gasearon en la esquina de Cinco de Mayo y Eje Central. La primera reacción fue gritar. La segunda, correr. La tercera… comprender. “¡Tápense todas la boca!”, fue la primera indicación de una chica. “¡Saquen sus trapos, usen sus pañuelos!”, dijo otra voz. El humo se propagó. Todas hicimos lo indicado. Algunas traíamos botellas de Coca-Cola, otras vinagre, por si esto sucedía, pero no fueron necesarios. Otra sugerencia se escuchó entre el bullicio: “¡Vamos a seguir, esto no nos va a detener, vamos por un lado, estamos juntas!”. Y la mayoría le hicimos caso porque esa voz era también nuestra voz.
Ahora, vamos a reflexionar un poco. Es tiempo de analizar las filas de mujeres policía que se mantenían de pie afuera de edificios de gobierno o en puntos estratégicos del camino de la marcha. La mayoría, no se movía demasiado. Sus rostros impasibles no sonreían, pero tampoco mostraban enojo. En Avenida Juárez había un grupo cuyos escudos protectores estaban llenos de pintura de colores, de símbolos de anarquía. Los rostros de muchas de ellas conservaban el rímel y el labial. ¿Qué estarían pensando? ¿Crees que en su mente echaban pestes contra las marchistas o que en su interior deseaban unirse a ese conglomerado de mujeres que denunciaban a una sociedad, a un Estado, a una historia colectiva que no ve a las mujeres como seres humanos en igualdad de derechos? Tal vez un día podremos preguntarles.
¿Sabes? En una taquería, a un lado del trompo al pastor, un grupo de meseras y una taquera sostenían una pequeña tela de color morado con banderines verdes que decía: “Ni una más”. Más adelante, en un restaurante, una chica con uniforme de servicio pegó junto al cristal que daba a la calle un papel que decía: “Estoy con ustedes”. ¿Encuentras tú un común denominador? Yo creo que todas nacimos con vulva, con clítoris, con vagina. También que nacimos sintiéndonos mujeres, existiendo como mujeres, aunque en algunos casos los genitales sean diferentes. Policías, taqueras, meseras, reporteras, fotógrafas, estudiantes, campesinas, indígenas, escritoras, actrices, cantantes, ciclistas, obreras, madres de familia, maestras, artesanas, trans… tenemos los mismos derechos que los hombres. Pero no nos han sido dados.
Deja que una rueda roce tu pie. ¿De qué se trataba si no había coches? Era una mujer mayor, vestida de verde, sentada en una silla de ruedas que manejaba otra más joven portando una camisa morada. Avanzaban lentamente, a punto de llegar a Catedral. La primera llevaba en alto un letrero que tenía escrito: “Lo que no fue para mí, que sea para ellas”. Deja que la sonrisa ilumine tu rostro. Permite que la esperanza te abrace después de tanto dolor, porque esa señora pudo haber dicho: “Acostúmbrate, m’ijita, porque así es la vida”, pero no lo hizo. Salió a la calle. Nos acompañó a las de pie, a las que no nos cansamos, a las que lloramos bajo la regadera pero combatimos en nuestras propias trincheras. Quizá a muchas no nos toque ver un cambio real, pero comenzamos a ser más las que entendemos que lo que hoy hacemos es para cambiar el destino de las que vienen. Hay muchas jóvenes dañadas, niñas que, como Fátima y tantas más, son nuestro impulso, nuestra fuerza, nuestra rabia que, un día, se volverá amor puro si logramos un cambio de verdad.
Siéntate aquí, ven. Finalmente llegamos al Zócalo, con deseos de descansar unos minutos. Escuchamos, por instantes, lo que decían las mujeres que estaban en el templete y te invito a que lo oigas conmigo. Una de ellas hablaba de su hija desaparecida. La otra, de su hermana asesinada por su propio marido. Su llanto se transformaba en zumbido por la mala ecualización del sonido, sin embargo, sabíamos el resumen de su historia, de todas las historias. De ahí la ira. De ahí que estemos abriendo los ojos.
Te quiero contar algo, acá entre nos: esto que está sucediendo, está teniendo un efecto en cadena. Cuando una amiga me cuenta de cómo su tío le agarraba las nalgas cuando era niña, de pronto yo recuerdo al tío que me hacía lo mismo a mí. Porque cuando mi compañera me cuenta que su novio le hizo una escena de celos, como si estuviera frente a una pantalla de cine, de pronto veo a mi pareja que hizo lo mismo. Y así, cada vez que una cuenta algo, tú despiertas, mujer. Tu memoria se llena. Te trae algo que habías olvidado, que tenías escondido en algún lugar recóndito de tu ser, que te negabas a reconocer, que no habías visto desde la óptica del machismo. ¿Y sabes qué genera eso? Rabia. Deseo de transformar la sociedad, también.
Ahora, estamos unidas. Somos hermanas. Nos cuidaremos. Nos defenderemos. No sé si coincides conmigo, y es tu derecho pensar de otra manera, pues debemos entender (entre todo lo que debemos reflexionar) que somos únicas e irrepetibles. Que tu realidad no es mi realidad, tal vez. Que tus ojos no vieron lo que los míos. Por eso desde el inicio te pedí que me acompañaras en mi travesía.
Hoy sé que existes tú, ella, la otra. Nosotras. Hoy no me siento sola. Hoy sigo renegando de muchas cosas, continúo aplicando todo lo que sé en todo lo que miro, escucho, leo, analizo. Creo que esto no es un movimiento, es una revolución, es decir, el inicio de un cambio social fundamental en la estructura de poder que transformará muchas cosas. Hablo de nosotras, pero también del planeta, de este hogar que se nos está acabando. Hablo de los niños sin diferencia de género. Hablo de un cambio de consciencia. Las mujeres estamos siendo las primeras en dar pasos hacia la transformación, pero vamos por más. Vamos por todo. Somos también la Madre Tierra.
El 8 de marzo de 2020 cambió mucho en mí, tan acostumbrada a trabajar en un mundo masculino: comprendí que nosotras tenemos una misma batalla. Que los hombres están incluidos en mis planes, porque creo en la unidad de género; no obstante, ayer me pinté de morado. Levanté mi puño verde. Me anudé un pañuelo rosa en el cuello. Hoy estoy contigo, mujer. Hoy tengo la consciencia suficiente para decirte: no estás sola.
Somos un hormiguero.
Somos el futuro.
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