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Bastaría con recordar las discordias familiares, los resentimientos, las convivencias obligadas, los gastos innecesarios, los regalos inútiles para temerle a la Navidad. Aunque parezca el grinch,  aprecio las ricas comidas de temporada, por eso lamento que vendan la rosca de Reyes con un mes de anticipación y rompan los ritmos que antaño ordenaban comidas y festividades. Me resistí al frenesí de la compra, pero disfruté de la agitación ajena y de las conversaciones  acerca de los regalos que debían comprar. Decidí visitar los museos del centro que en esos días estaban vacíos y sin colas. El 24 de diciembre  en la mañana, mientras en la mayoría de las casa se preparaban romeritos, bacalao, pavo y otras delicias,  fui a Palacio Nacional y recorrí la exposición del Bicentenario. Desde el Balcón Presidencial   se podía ver la pista de hielo sin tumultos ni  filas interminables.

Después de una muy agradable cena navideña, atravesé por el desierto del 25 de diciembre: la calle silenciosa, el teléfono silencioso, los habitantes de la ciudad  empijamados, indigestos, desvelados y gastados. El 26 empezaron las baratas  y para mi asombro en el estacionamiento del centro comercial  no había lugares disponibles. Compré la maleta de mis sueños con  un buen descuento  y a 12 meses sin intereses. Es roja  como la manzana del paraíso y promete el conocimiento que  da el viajar a lugares remotos. Espero que  hayan sobrevivido a la Navidad y que hayan pasado un Feliz solsticio de invierno.

Patricia Rodríguez