Una vez aprobada la reforma educativa, que implica avances dignos de reconocerse y celebrarse, se han comenzado a manifestar las inconformidades de algunos sectores magisteriales, sobre todo en Guerrero y Oaxaca, donde incluso hay la pretensión de derogar los cambios constitucionales y que en su lugar se elaboren modificaciones legislativas estatales.
Más allá de la validez o justicia de estas expresiones, no hay duda de que dañan seriamente a miles de niños y jóvenes que han dejado de recibir clases desde hace más de un mes. Y no solamente los escolares han resultado perjudicados, sin también muchos ciudadanos, como ocurrió recientemente con el bloqueo de la Autopista del Sol, con el que los maestros impidieron durante horas el flujo turístico de los vacacionistas de Semana Santa hacia las playas acapulqueñas. En el caso de Oaxaca, los plantones en comercios y sitios públicos han perjudicado por igual al comercio que al turismo y, desde luego, a la ya de por sí mermada actividad económica de la entidad.
Aún más –y esto me parece que es también muy preocupante–, se registra un lamentable y desastroso precedente, al violentar, sin consecuencia alguna, los derechos de terceros. Es decir, se está promoviendo la que podríamos llamar incultura de la impunidad.
Así, los alumnos de las escuelas públicas afectadas por el paro magisterial reciben ejemplos nefastos por parte de sus propios maestros y terminan por convencerse de que cualquiera, incluidos ellos mismos, pueden obtener diversos beneficios y prebendas sin mayor esfuerzo o preparación educativa, con solo presionar a las autoridades.
La lección no es, entonces, que les resulta benéfico adquirir conocimientos para ser mejores y abrir sus mentes a otros mundos, para impulsar su desarrollo humano y social, para llegar a servir a sus propias comunidades y a su país. No, la enseñanza es que les conviene aprender sin demora el manejo de técnicas de presión social para alcanzar resultados inmediatistas y alevosos.
Y qué decir de lo que a la vista de la ciudadanía en general significan tales atropellos: una repetida violación a la ley que se acompaña de una evidente debilidad de los gobernantes, misma que ha llegado a extremos grotescos en el caso del gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, quien horas antes del bloqueo a la citada autopista había declarado que no permitiría dicha acción, y al poco tiempo cedió a las demandas magisteriales. Junto al mensaje de desgobierno de las autoridades, se privilegia el triunfo de la anarquía y arbitrariedad de quienes, en el colmo del despropósito, pretenden modificar la legislación que tiene ya sustento constitucional.
A pesar de lo crítico del panorama, lo cierto es que esta grave situación puede empeorar aún más si, como parece, el fenómeno de la incultura de la impunidad se extiende por imitación hacia otros grupos y entidades del país.
Ante ese panorama hay que recordar que si queremos avanzar como nación, esto sólo será posible a partir del cumplimiento de la ley y de nuestras obligaciones personales y sociales, así como del respeto al derecho ajeno.
Y no se trata de reprimir, hay que insistir en ello, pero sí de impedir con las fuerzas del orden que este tipo de acciones ocurran. Es decir, necesitamos, todos, comprometernos con el Estado de derecho y evitar la violencia de unos y otros, como ya lo han manifestado algunos grupos de padres de familia contra los maestros faltistas e irresponsables.
Optemos hoy y siempre a favor de una cultura cívica que incluya entre sus valores esenciales el respeto a los demás. Y rechazaremos cualquier forma de incultura, al margen del nombre que porte y de cuál sea su procedencia.
El Estado mexicano y los gobiernos estatales deben ser congruentes y firmes si quieren tener de su lado a la sociedad.
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