Estamos acostumbrados a pensar en lo que queremos, necesitamos o nos gustaría. En realidad, más que pensar reaccionamos. Cuando nuestra mente da vueltas a nuestros deseos, especialmente al imponerse con urgencia, creemos que eso es pensar; pero no. Si nos hemos cultivado intelectual o científicamente, aprendemos a valorar con método; aprendemos a cuantificar con precisión y medir para evaluar y tomar decisiones fundamentadas. En esta forma llegamos a poder determinar el grado exacto del riesgo que resulta asumible, en una inversión por ejemplo, rectificar desde la observación concreta de los márgenes de error en una tarea o procedimiento, para aprender, complementar y compensar nuestras carencias o las de aquella actividad o trabajo en el que asumimos responsabilidad con madurez.
Cuando pensamos en nosotros mismos, tendemos a evaluarnos o juzgarnos, al superar la fase de la mera reacción instintiva. Esto supone un control sobre nuestros instintos primarios, de origen biológico. En ese momento damos cavida a un cierto proceso de valoración ética o moral. Pero los procedimientos no expertos, en este sentido, nos llevan a cuestionamiento dualistas radicales: somos buenos o malos, tenemos aciertos o errores, somos capaces o incapaces. Desde aquí, al pretender que nos desviamos de lo adecuado o moralmente bueno, generamos culpa con tendencia reactiva al autocastigo. Es parte del procedimiento aprendido. Pero tal procedimiento se relaciona con lo que tiende a llamarse "creencias limitantes" y la tendencia al autocastigo se muestra como proceso de somatización enfermiza. Las estadísticas nos muestran que por este medio se generan muchas carencias en la salud física y mental, que se transforman de manera casi inmediata como ansiedad y baja autoestima. Esas son, a grandes rasgos, las cadenas principales de nuestra esclavitud actual, camuflada por la fantasía de las posesiones y el consumo desmedido; nuestras dependencias físicas, mentales, emocionales o de otros tipos.
Ahora bien, nuestra mente es una consecuencia natural evolutiva, perfeccionada a lo largo del tiempo, con un solo propósito y objetivo, que es la supervivencia del individuo. Nos mantiene vivos: es lo que quiere, es lo que hace; es lo que no vemos. La costumbre y la coincidencia en pensamiento con más individuos crean nuestra realidad, pero no necesariamente la verdad. En nuestras sociedades una suposición puede llegar a convertirse en una realidad inamovible, solamente porque muchos miembros de la sociedad la comparten, sea cierta o no. No sabemos de dónde dimanan las cosas, ni por qué son así, lo único que podemos hacer es entender las reglas del juego para sobrevivir. Nuestra realidad, hábitat, sociedad, nuestro “entorno artificial”, es un escenario que hemos montado entre todos y que todos alimentamos día a día. La mente racional no distingue si la información que procesa es invención suya o si procede del mundo exterior, a través de los sentidos. Son los sentimientos los que dan sentido a los datos. Nuestro estado de ánimo. El que tengamos en cada momento condiciona nuestras respuestas, nuestra forma de interactuar con el medio. Por eso es tan importante que aprendamos a valorarnos sintiendo, configurando para ello el escenario mental que nos permita darnos sentido en todo momento como personas valiosas, independientemente de la expectativas que la sociedad o el resto de las personas generen sobre nosotros. No es fácil, pero es posible. Y el primer paso comienza "mirando" en cada instante hacia la sensación, emoción, deseo y sentimiento que se encuentra detrás de todos y cada uno de nuestros pensamientos. Cambiar nuestras creencias no es suficiente. Normalmente, las que elaboramos para sustituir a las antiguas se encuentran en el mismo escenario artificial de la mente estructurada por los procesos de socialización, aunque nos las implantemos en lo inconsciente. Si queremos auténticamente aprender a ser libres, aprender a llevar las riendas de nuestra vida, necesitamos una educación metodológica y crítica adecuada que nos permita sentirnos y no sólo pensarnos, como personas valiosas en cada instante, sin que los valores se marquen desde esas perspectivas ajenas a nosotros mismos.
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