POR UN MUNDO SUSTENTABLE

 

Cuando se trata de confrontar las tesis apocalípticas sobre el fin del mundo se difunden esencialmente dos, que incluso llegan a ser contradictorias: una de ellas da la voz de alerta contra el calentamiento global, mientras la otra expresa su temor de que reaparezca una era glacial. Eso sí, una y otra por igual previenen contra la extinción de la especie humana.

Sin que lleguemos a alguno de esos extremo por ahora –aunque no podemos confiar en que eso no ocurrirá si no tomamos medidas urgentes–, lo cierto es que nuestro planeta se ha venido deteriorando gravemente, lo mismo en relación con el aire que en función del agua o de la tierra.

Así, la contaminación ambiental es creciente y se comprueba de manera preocupante en los bajos niveles de oxígeno y el aumento sin freno de bióxido de carbono, o en los componentes nocivos en nuestros mantos freáticos, reservas acuíferas, ríos y mares, que cada vez llegan más por encima de los índices recomendables.

Y si bien debemos reconocer una serie de logros y avances en este rubro a escala mundial, también hay que admitir que estos todavía no son suficientes y se echan en falta aquellos que deberían aplicarse con urgencia. El propio papa Francisco, en su encíclica Laudato Si, habló ya de una tendencia suicida del ser humano. El problema es que más allá de las declaraciones no hay mayores avances. No rebasamos la retórica y los discursos para tomar medidas drásticas de carácter urgente.

Hoy, en el marco de la conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático (conocida como COP21), muchos participantes han llegado con la convicción de que ya no basta con ampliar los acuerdos de otros años, sino que es preciso y urgente dar un salto cualitativo en la materia, en particular hacia la búsqueda de una reconversión de la planta industrial de las grandes potencias y las naciones más desarrolladas, así como de un crecimiento económico más equilibrado y responsable con la ecología en el corto y mediano plazo.

Se requiere, pues, de todo un esfuerzo intercontinental en el que ningún país debería dejar de participar activamente, al margen del grado de desarrollo que tenga.

En nuestro caso, por ejemplo, entre otros compromisos contraídos por México en esos foros hay rezagos en el incumplimientos respecto a la instrumentación jurídica para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, asunto que no se refleja adecuadamente en la Ley General de Cambio Climático. Similar situación prevalece en las entidades federativas, donde solo 14 trámites están concluidos, 16 continúan en desarrollo y dos apenas se ubican en la fase de planeación.

En cuanto a la reducción de emisiones de carbono negro, altamente nocivo para la salud, el panorama es más o menos similar.

Tales datos revelan que México debe multiplicar sus acciones en el campo de la protección ambiental si quiere tener credibilidad ante el mundo. Y, sobre todo, si desea sumar esfuerzos a fin de que el calentamiento global no rebase dos grados centígrados y se amplíe la generación de la llamada energía limpia.

Cerca de 150 Jefes de Estado y negociadores de casi dos centenas de países se reunieron ya en Francia con motivo de la COP21 y esperamos que vayan a mucho más en la práctica, no sólo por las enormes pérdidas económicas que representa el cambio climático, sino por los grandísimos daños que ocasiona a la Tierra, nuestro hogar. Algunos de ellos, lamentablemente irreversibles, que en conjunto arriesgan peligrosamente el equilibrio ecológico y la vida misma de nuestro planeta.

 

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