Hace unos meses la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, presentó ante el Congreso de esa nación una iniciativa de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Con el anuncio de esa intención, el mismo día de su asunción como Presidenta en diciembre del 2007, rompió lanzas con el poderosísimo Grupo Clarín.En Argentina, el Grupo Clarín no sólo es dueño del principal diario, sino que controla el diario deportivo Olé, La Razón, el Canal 13 de televisión abierta -cuya concesión fue renovada por gobiernos anteriores sin licitación-, la señal Todo Noticias, las radios Mitre y FM 100, y una cadena de radios asociadas. Controla más del 50 por ciento de la televisión de paga a través de Cablevisión y Multicanal, y hasta hace poco tenía la exclusividad en la transmisión del futbol argentino. El grupo es tan poderoso que tradicionalmente los gobiernos buscaron su apoyo a cambio de prebendas, que al cabo de los años consolidaron su hegemonía en todos los ámbitos de la comunicación. Cualquier semejanza con nuestra realidad es mera coincidencia.Pero ¿qué tanto pesó el final del romance entre el gobierno y el Clarín en la derrota electoral del Frente para la Victoria-Partido Justicialista, que impulsó la candidatura de Fernández, el 28 de junio pasado? Eso está sujeto a debate. El hecho es que la Presidenta tiene hasta el 10 de diciembre para presionar para que se apruebe la propuesta de ley; después de esa fecha, su partido dejará de tener mayoría automática y pasará a ser primera minoría. Cabe decir que la iniciativa ya fue aprobada por los diputados y está por ser dictaminada por cuatro comisiones del Senado. Todo parecería indicar que con el nuevo año los argentinos también celebrarán el término de los monopolios en las comunicaciones audiovisuales.Entre otras virtudes, la iniciativa de ley de medios pone límites a la concentración del poder mediático, al establecer techos a la cantidad de licencias y tipo de medios que un grupo puede detentar; restringe la participación de mercado de cualquier grupo a un máximo del 35 por ciento; prohíbe que quien maneje un canal de televisión abierta controle a su vez una empresa de televisión por cable en la misma localidad, y reserva 33 por ciento de las frecuencias para medios sociales.No alcanza el optimismo para pensar que en México autoridad o poder alguno se atreviese a proponer algo remotamente similar, ni siquiera si de ello dependiera nuestro futuro. En la visión cortoplacista de la clase política mexicana, el fin último es el poder por el poder mismo; en consecuencia, el temor a las represalias de los medios masivos de comunicación los paraliza. Y si el Ejecutivo no propone, tampoco el Legislativo dispone. Unos y otros se lavan las manos, esperando a que alguien asuma el costo político de la tan necesaria reforma estructural de medios.Entretanto, no sólo se preserva la hegemonía de los poderosos grupos mediáticos, sino que se fortalece. Recuérdense las decisiones de la Comisión Federal de Competencia aprobando la adquisición por Televisa, a través de su empresa Cablevisión, del control de Cablemás y Cablevisión de Monterrey; la alianza con Megacable; la propiedad de la operadora de televisión satelital Sky, y la renovación automática y gratuita de las concesiones de televisión abierta por 20 años a fines del sexenio pasado. ¿Qué más se puede pedir sino el impedir la entrada de nuevos competidores? También en eso se ha sido complaciente.Pero si bien la presentación de iniciativas de ley es atribución del Ejecutivo, también lo es del Congreso. Hace más de dos años una comisión tripartita del Senado -integrada por las comisiones de Comunicaciones, Radio y Televisión, y Gobierno- ha venido trabajando en un proyecto de ley consensuado, cuyo resultado, olvidado en un cajón, duerme el sueño de los justos. Así, y por instinto de preservación, el Ejecutivo y el Senado han preferido abocarse a buscar parches para solucionar problemas específicos, que distan mucho de garantizar que no haya poder alguno por encima del poder del Estado.Pero veámonos en el espejo de otras naciones cultural y socialmente cercanas. Como ellas, no apostemos nuestro futuro por las pretensiones de éxito fugaces del presente inmediato. Dejemos a un lado el temor a represalias que pudieran, según el imaginario colectivo, aniquilarnos y borrarnos del mapa político del país. Enfrentemos el supuesto riesgo de perder para ganar.
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