Mujeres enfrentan al Poder Judicial, al Presidente y las procuradurías para aclarar los casos
Lunes 24 de enero de 2011
Natalia Gómez y José Luis Ruiz El Universal
El secuestro y asesinato de sus hijos les develó el horror del sistema de justicia. Resurgieron del dolor, la agonía y la impotencia para abofetear a la autoridad mexicana incompetente... la han hecho a un lado. Hurgan los expedientes de sus muertos y desaparecidos, obligan las investigaciones para alcanzar el castigo que los criminales merecen.
Son decenas de mujeres —generalmente madres, pero también hermanas, esposas e hijas—, que en todo México replican la historia. Siguen el único sendero que pareciera existir: lanzarse, por amor a sus víctimas de la violencia, a una lucha solitaria por la exigencia de justicia, donde los hombres tienen una débil presencia o no aparecen.
Sólo por mencionar algunas, se identifica a Isabel Miranda de Wallace, quien capturó a la banda que secuestró y asesinó a su hijo. A Norma Ledezma, en Chihuahua, convertida en detective para identificar a los verdugos de su pequeña Paloma, fallecida hace nueve años. A Rosaura Montañez, quien hace 15 años empezó las pesquisas para encontrar a su hija Araceli Martínez. O Cinthia Josefina Salazar Castillo, que alzó la voz luego de que soldados asesinaron a dos de sus cuatro niños al pasar un retén militar en Tamaulipas.
Un ejemplo más es María Elena Morera, quien luego del secuestro de su esposo en 2001, se dedicó al apoyo a víctimas de la violencia. Es también de mencionar Luz María Dávila, de Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, que en febrero pasado se plantó frente al presidente Felipe Calderón en un acto público para decirle que exigía justicia para sus dos únicos hijos, muertos en manos del crimen organizado.
Estas mujeres, varias convertidas en activistas defensoras de los derechos humanos, narran cómo el golpe ensordecedor reorientó el sentido de sus vidas y las volcó a la resolución de sus casos, pero además, al auxilio de otras familias en condiciones similares.
Miranda de Wallace dice que ha tragado muchas lágrimas. No quiere mostrarse débil ante los familiares de las víctimas, pues pretende transmitir fortaleza para la batalla por venir.
La madre de Hugo Alberto, plagiado en 2005, dice que sobrevive antes que realmente vivir. Reconoce estar obsesionada en hacer cosas para que el sistema de justicia cambie. Sus acciones le sirven para encontrar cauce al dolor que le provocó la pérdida de su hijo.
“Me mueve el amor y no la rabia de los primeros días. El amor a los tuyos está latente y te da la fuerza para luchar”, dice esta mujer, quien dejó su actividad como maestra para desbordarse en el caso de su hijo.
Involucrada también desde el primer día en las pesquisas para encontrar a su “niña”, Norma Ledezma decidió abandonar su trabajo en la maquila. Desde 2002, cuando se abrió el proceso, la también fundadora de la Asociación Civil Justicia para Nuestras Hijas no ha faltado a las diligencias mensuales.
Asegura que “cuando lastiman a un hijo ‘despierta una guerrera’”. Es así como ella se ha convertido “en una amazona frente al caso de Paloma, pero también ante los de muchas otras madres, que en Chihuahua hoy exigen un alto a los feminicidios”. En este recorrido, además de perder a su hija, Norma se quedó sin marido. Él no aguantó el descuido hogareño provocado por el activismo de su mujer.
Las explicaciones de por qué en esta lucha los liderazgos femeninos son más visibles que los masculinos, señalan que históricamente a la mujer se ha asignado un papel más vinculado al cuidado de la familia y del hogar. Culturalmente también se atribuye una mayor capacidad de expresar el dolor, por encima de los hombres.
La antropóloga Elena Azaola asegura lo anterior y agrega que en el ámbito público de reclamo de servicios, la mujer siempre tiene mayor potencial de organizarse, de demandar y de exigir sus derechos.
En esa dinámica de organización se involucró Rosaura Montañez, quien perdió hace 15 años a su hija Araceli. Su caso fue uno de los primeros de la lista de asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez. Ella ha presionado para avanzar en las indagaciones, pero ante la inacción de las autoridades. ha optado por tomar como trinchera a la asociación Nuestras Hijas de Regreso a Casa.
Ya van tres lustros de supuestas investigaciones y de compromisos rotos por las autoridades. Ella se apega a la red de mujeres y acude a todas las citas, pues con las otras madres con quienes comparte una historia marcada por el mismo dolor, se siente acompañada.
La directora del Programa Universitario de Equidad y Género de la UNAM, Marisa Belausteguigoitia, ha identificado que un hombre se apabulla ante situaciones de secuestros, asesinatos o violaciones de sus mujeres (hijas o esposas). “Se deprimen, les da un infarto o no están”.
Recuerda que en Ciudad Juárez conoció a un padre de una chica desaparecida: “Estaba desecho”. Belausteguigoita asegura que las mujeres son como Antígona, personaje de una tragedia griega que evoca para explicar cómo hoy las mujeres, como en aquellos tiempos pasaba, exigen, reclaman derechos o se inconforman ante lo establecido por el estado.
Cinthia Josefina Salazar Castillo dirige sus fuerzas para ser Antígona. El nudo en la garganta que anuncia llanto todavía no se deshace. En abril de 2010, militares asesinaron a sus niños Martín y Bryan Almanza Salazar, de nueve y cinco años.
El objetivo de Cinthia como el del resto de las mujeres, no se ha cumplido. “He tratado de mil modos que se haga justicia a mis hijos, pero por lo que veo, no hay autoridad que nos pueda ayudar, quieren que busque el modo de que mis hijos queden en el olvido”. Ella ha descubierto que para hacer que los culpables paguen “hay que rascarse con sus propias uñas, no con las de las autoridades”.
También María Elena Morera guarda la esperanza de que el juicio por el secuestro de su esposo termine. Han sido 10 años de desgaste, pero también de activismo que le ha permitido ayudar a otros frente a plagios.
“Hoy sé mucho más de leyes que de mi carrera como odontóloga o de mi afición por la pintura”, dice la presidenta de Causa Común, quien durante el secuestro de su marido aprendió a negociar con sus captores.
“Ante la rudeza de los secuestradores, quienes empezaron a mutilar los dedos de mi esposo, mi suegro dejó de ser el contacto y yo me enfrenté a los criminales por teléfono”.
Morera cree que la fortaleza interna de la mujer es lo que la empuja a salir adelante ante estos casos dramáticos.
“Si te quedas como víctima siempre vas a pensar que el responsable está del otro lado y que otro va a solucionar tu problema; en cambio, si crees que eres sobreviviente vuelves a tomar las riendas de tu vida y la capacidad de volver a ser feliz”, dice.
Justo como sobreviviente se asume Luz María Dávila, quien desde un principio ha optado por un camino firme en el reclamo de justicia. El 30 de enero se cumplirá un año de que sicarios masacraron a 15 jóvenes en Villas de Salvárcar, entre ellos a sus dos hijos, Luis, de 17 años, y Marcos, de 19.
Ninguna respuesta que indique un avance en las indagatorias. Solo, como parte de un compromiso del presidente Felipe Calderón y las autoridades locales, el penúltimo día del año se inaugurará un parque conmemorativo para los jóvenes asesinados. “A mí no me importa si existe o no un parque, eso no me devolverá a mis hijos. Yo lo que quiero es justicia y no pararé hasta que se halle a los responsables”, dice Luz.
Patricia Olamendi, experta en el mecanismo de la Convención de Belém do Pará, para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra mujeres, dice que la actitud protectora de la mujer siempre ha existido, pero ahora se expone en el mundo público.
El miedo ante amenazas existe, pero aseguran que antes que paralizarlas, les da fuerza para seguir en su causa. No pueden, bajo ninguna condición, enterrar los casos, porque sería sepultar una vez más a las víctimas. Saben que la muerte es lo único seguro, pero tienen la certeza que si unas faltan, las que vienen detrás de ellas retomarán el sendero ya trazado.
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