Blogs

Aquí estoy, compartiendo mi proceso…
Como descendiente de una familia de mujeres enojadas, solía ver su sufrimiento como algo que, si bien me tocaba de algo, percibía lejano, fuera de mi cuerpo, aunque formando parte de mis emociones.
Mi madre me cuidaba mucho, constantemente hablaba de que los hombres abusaban, de que una niña no debía quedarse sola con ninguno… ni siquiera su propio padre. Aun así, de pequeña no fui inmune a ciertos acercamientos corporales por parte de algún vecinito casi de mi edad o incluso de alguna compañera de escuela. Esto alteró mis límites, aunque no le di importancia…
Ya mayor, me enamoré. Por supuesto, jamás me di cuenta de que él no era capaz de amar: sociópata me enteré de que les llaman. Yo lo admiraba, lo bendecía, daba la vida por él… Sin embargo, entre nosotros nunca se concretó nada: ni físico ni emocional. Él solía, como suele decirse, “darme atole con el dedo”.
Sin embargo, ahí estaba yo. Bebiendo las señales, estremeciéndome cada vez que él rozaba mi mano. Era tan guapo, tan atractivo, tan exitoso… Y yo era “su mejor amiga”, porque él decía venerarme como a una virgen. Por supuesto, jamás me tocó. ¿Cómo tocar a alguien a quien se venera tanto? Y yo moría por besarlo, porque se dignara a avanzar en la relación. Una relación inexistente, por supuesto.
Pero me cansé, me cansé de verlo pasearse con todas mis amigas frente a mis ojos… Ocho largos años de esperar que él se dignara a hacerme sentir realmente amada. Yo me conformé con sus medias tintas y decidí cortar por lo sano. Como estaba atada a él, otras relaciones reales se me negaron.
Le dije adiós con el enojo corriendo por mis venas. Él insistía y yo no entendía por qué… Me tuvo tanto tiempo y jamás reaccionó. Pensé que mi vida podría continuar, pero dio un vuelco y, otra vez, sin que yo le diera importancia.
Ese día me llamó, me dijo que no podía negarme a salir con él por última vez, que solo lo acompañaría a echarle gasolina a su auto súper deportivo… No habló todo el camino, cuando se atrevió a hacerlo y sin voltear a verme, dijo: “Si ya no quieres verme, nos vamos a matar. Moriremos juntos”. Aceleró fuertemente por el carril confinado del autobús, en sentido contrario. Yo ni siquiera podía gritar. Imaginé lo que sentirían mis padres al saber que yo había muerto, lágrimas corrían por mis mejillas… Y sin embargo, yo lo amaba.
Cuando el coche se detuvo sin que nada hubiese ocurrido, él reía con una risa malvada. Se veía satisfecho; yo moría de miedo. Sin embargo, me juré a mí misma no contárselo a nadie. Han pasado más de 20 años.
Hace unos meses mientras conducía mi auto un tráiler salió en sentido contrario, me aterré. El tráiler quedó a pocos milímetros de mi auto. Continúe pero sin saber lo que me esperaba: ataques de pánico sin aparente razón a partir de ese momento y hasta hace poco tiempo.
Gracias a Tere Bermea encontré el camino. Aurora del Villar me ayudó a encontrar la respuesta: hay abusos sexuales que no tienen que ser “convencionales”, aquel hombre a quien amé abusó de mí porque tuvo un placer sexual al llevarme al extremo. Yo quedé paralizada ante lo que sería mi primera experiencia sexual. No hubo besos, no hubo caricias… hubo miedo, hubo sufrimiento. Ahora sé para qué, pero por mucho tiempo no me enteré de que había pasado por un abuso sexual.