Hoy vuelvo a encontrar mi corazón
que lo tenía escondido dentro de un cajón
cerca del afecto y del manual de cómo hacerme un hombre
El canto del loco
Mi hijo y cinco de sus amigos entraron presurosos (y sudorosos) a mi casa. Al mismo tiempo que tomaban agua comentaban sobre la cascarita de futbol que acaban de terminar. Se quejaban porque uno de los jugadores, seis años mayor que ellos, jugaba sucio: estallaba, los agredía. Me explicaron le pedían que jugara bien pero no hacía caso sino que hasta se burlaba o les decía que se aguantaran.
En determinado momento, uno de ellos, un adolescente de 12 años afectado por el juego sucio del de 18 dijo: “La verdad sí me pegó bien duro pero tuve que aguantarme para que no pensaran que son un débil”, expresión que me impactó. “No puede ser que con sólo 12 años ya tenga instalada la asociación llanto-debilidad”, pensé.
Entonces dije: “Yo creo que llorar no significa ser débil. Para mí eso es una estupidez que alguien inventó, ¿no creen?” Los seis me miraron atentos.
“No lloramos por debilidad, ¿por qué lloramos?”, lancé la pregunta. “¿Porque sentimos dolor?”, contestó el afectado con timidez. “¡Exacto!, lloramos porque sentimos, porque estamos vivos, el único que no siente es el que ya se murió… Lo más lógico es llorar si algo nos duele mucho, ¿no creen?”, pregunté adivinando la respuesta de unos niños-adolescentes sensibles: “Pues sí”.
¿Cómo le hicimos para hacer de una reacción sensorial y espontánea un tabú? ¿Por qué llorar se asocia con debilidad? ¿Por qué sigue vigente aquello de que “los hombres no deben llorar”, tanto como para que a los 12 años o aun antes quede instalado en la mente de los niños?
El llanto, que es una reacción fisiológica que funciona como instrumento de comunicación en el arranque de la vida, lo hemos convertido en un acto sospechoso, alentado, incluso, por profesionales de la salud que sugieren que al bebé hay que dejarlo llorar en la cuna hasta que se calme por sí solo.
La creencia de que los bebés, niños y niñas, lloran para manipular a los adultos no es más que una creencia producto de la cultura adultocéntrica que pone al adulto en el centro y todo lo demás alrededor, desde donde se concluye que aquellos lloran para molestarnos, probarnos, tomarnos la medida, chantajearnos, para fastidiarnos la vida, pues. Cuanto narcisismo adulto.
La verdad es que su llanto no tiene mucho que ver con nosotros sino con ellos, con sus necesidades físicas y emocionales que al rebasar sus umbrales de tolerancia (cortos de manera proporcional a su edad) se convierten en dolor que genera un malestar que detona el llanto, el cual funciona como llamado de auxilio.
La prohibición del llanto es más fuerte para los hombres porque de nosotros se espera un tipo de fortaleza que no existe, es decir, una capacidad para plantarse invulnerable, inquebrantable, indestructible, inconmovible, inalterable, o sea, una máquina.
Somos sujetos animados no objetos inanimados. Sentimos no sólo pensamos. Pero cuando nos prohíben sentir sólo nos queda el pensar. Desafortunadamente hace muchos siglos el mundo occidental disoció razón y emoción, dándole a la primera un valor superior con relación a la segunda. Y como se supone que los hombres no lloran y las mujeres son unas chillonas ergo los hombres son superiores que las mujeres, lamentable conclusión que aún circula en el imaginario social, conclusión que nos daña terriblemente al pretender amputar de nuestra personalidad una mitad indispensable e indisociable, la emocional. “Cuando de niño le es negado su sentir el camino es la locura”, advierte el biólogo Maturana.
Reivindiquemos el llanto pues. No está mal llorar. Está bien porque libera una emoción, comunica un sentimiento, ratifica nuestra biología y humanidad. Hombres, saquemos nuestro corazón del cajón. Chillemos cuando y cuanto sea necesario y permitamos que los niños hagan lo mismo para que no tengamos que reventar nuestros cuerpos ni los ajenos.
25 de noviembre Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
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