LA OBRA DE UN GRAN ARQUITECTO

La arquitectura sella de manera honda y perdurable a toda civilización. Es decir, le otorga carácter, identidad.
Desde las culturas primigenias hasta nuestros días han destacado las obras que le dan peculiaridad y lustre a cada etapa histórica, aunque, es justo reconocer, también son muchos los destrozos y latrocinios que se registran cuando se impone la barbarie bélica.
En nuestros días podemos admirar construcciones de los mejores tiempos de la cultura clásica griega o romana, así como las que surgieron del genio oriental en la Antigüedad.
México, desde luego, no es la excepción, de modo que hoy, cientos de años después de edificadas, se alzan imponentes y hermosas las zonas arqueológicas como parte sustancial de nuestro patrimonio histórico-cultural. Ahí están los grandes y legendarios centros ubicados en distintas regiones del territorio nacional, bien se trate de Teotihuacan en el centro, Chichén Itzá en el sur o Paquimé en el norte, entre decenas más de sitios determinantes para nuestra cultura.
Con el tiempo, tales obras han ido transformando la faz de la tierra y de nuestro propio territorio, además de que son hijas de su propia época, en función de estilos y concepciones disímbolas.
Este elogio a la arquitectura y a los grandes arquitectos de nuestra historia antigua y moderna viene a cuento con motivo de la sensible pérdida de un mexicano de excepción: el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, quien falleció el 16 de abril, justo el día en que cumplía 94 años.
Me refiero a un gran mexicano, que nos legó admirables edificaciones que se han convertido en iconos urbanos en nuestras grandes ciudades, las cuales, incluso, se caracterizan por la presencia en su suelo de esas obras emblemáticas.
Pero su genio no se limitó a la arquitectura: creativo en extremo, don Pedro Ramírez Vázquez se dio tiempo para atender otro de sus intereses, que era el fomento del deporte. Así, fue presidente del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de México en 1968 y presidente del Comité Olímpico Mexicano entre 1972 y 1974.
Fue, además, un ameritado servidor público –se desempeñó secretario de Asentamientos Humanos y Obras Públicas– y maestro universitario, cuya trayectoria le valió múltiples y trascendentes premios en los planos nacional e internacional.
Para ejemplificar la magnitud y relevancia de su obra, basta con mencionar unos cuantos ejemplos de sus decenas de realizaciones: el Museo Nacional de Antropología, el Museo de Arte Moderno, la nueva Basílica de Guadalupe, el Palacio Legislativo de San Lázaro, la Torre de Mexicana de Aviación, el Estadio Azteca, el Museo del Templo Mayor y el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores, ahora Centro Cultural Universitario Tlatelolco, entre muchos otros ejemplos, entre los que se cuentan mercados, museos, escuelas, iglesias, auditorios e instalaciones diversas.
Un gran arquitecto que conjugó muchos saberes y artes para dejarnos un México distinto al que él conoció, y cuyas nuevas referencias pertenecen y marcan grandiosamente los siglos XX y XXI. En síntesis, un hombre excepcional que puso su enorme talento al servicio de los demás.

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