En todos los campos del quehacer humano ha sido esencial la participación de las mujeres. Así sucedió también, por supuesto, en el cálido terreno de la gastronomía en todos los rincones del planeta. Desde luego, México no ha sido la excepción, pues a lo largo de su historia la presencia femenina ha sido invaluable y se ha distinguido por sus aportaciones.
Conviene recordar que en Tenochtitlán las mujeres tenían a su cargo la conservación del fuego y el sostenimiento de la familia, y que en un cuarto independiente –una suerte de templo inviolable– preparaban los alimentos. El conocimiento sobre la confección de los platillos se transmitía de generación en generación entre las mujeres indígenas, quienes luego de la Conquista se emplearon en la elaboración de la comida en las casas de mestizos, criollos y españoles durante el largo periodo del Virreinato.
También eran mujeres quienes preparaban la comida en los conventos y en las haciendas durante un dilatado tiempo. Justo de ahí surgió, no hay que olvidarlo, el exquisito mole poblano. Se trata de una tradición de siglos en la que se conjugaron el aprendizaje, los descubrimientos, los saberes y los sabores. Todo esto hizo posible que naciera la cocina mexicana, cuya gema más resplandeciente, según algunos, son los chiles en nogada, ese delicioso platillo de temporada, que justo se puede disfrutar en esta época, aunque durante pocas semanas.
Un caso ejemplar del curso de aquella travesía de ricos hallazgos culinarios es el de sor Juana Inés de la Cruz, la inigualable escritora novohispana. Mujer de ingenio, talentosa poeta, pintora también, y autora de un volumen de recetas conventuales. La Décima Musa pudo concentrar el cúmulo de conocimientos de su época en muy diversas áreas y su inteligencia no dejó de lado la sorprendente alquimia de la cocina mexicana. Cuando, en una tan conocida como cuestionable decisión de las autoridades eclesiásticas se le prohibió seguir estudiando en el mundo en los libros, Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana se las ingenió para aprender por su cuenta y, en ese camino, potenció su agudo poder de observación.
Así, se interesó en analizar cómo suceden las cosas cotidianas del mundo y, en esa tarea, desmenuzó con gran inteligencia la manera como se comporta la naturaleza. Supo, por ejemplo, “que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar”, e inclusive osó señalar que “si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”, lo cual no es sino una verdad a menudo soslayada: en la cocina se ponen en juego la inteligencia y la capacidad creadora.
En los platillos que preparaba, Sor Juana ponía gusto, genio e ingenio análogos a los que imprimía en sus sonetos o villancicos. En los condimentos parecen relucir metáforas, al tiempo que en las palabras de su poesía hay sabor y olor, y brillan y se alternan colores. Imaginemos los elementos simbólicos que rodeaban la preparación culinaria en los ambientes de la monja jerónima: incienso, humildad, gentileza, aires de santidad, capilla, coros como brotados de los propios ángeles. Todo esto, combinado con música proveniente del órgano y el clavicordio.
Lo cierto es que no hay sitio más cálido que el que alumbran las brasas y fogones, y que tal calor no sólo es cuestión física o química sino, sobre todo, asunto humano. En la cocina se enlazan historias, tradiciones, costumbres heredadas... en fin, modos entrañables de la convivencia.
Así, la monja poeta refrendó su apasionado apego a lo culinario cuando eligió y copió el recetario del Convento de San Jerónimo. Y es muy probable que hiciera mucho más que una sola transcripción; puso en esas hojas un ánimo creador, fuerza, amor, todo ello tomado del mundo mestizo que ya entonces predominaba en la Colonia. Una gran experiencia, según ella confesó en su carta a Sor Filotea: “… ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una mínima parte de agua en que haya estado un membrillo u otra fruta agria; ver que la yema y la clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos, que sirven para el azúcar, sirve cada una por sí y juntas no”.
Sor Juana todo lo meditaba y sus ideas culinarias eran también reflexiones relacionadas con la química y la física experimental. Y no perdía su fina y eficaz ironía al decir de manera tangencial verdades contundentes y punzantes. De este modo, le pregunta a sor Filotea: “… pero, Señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofía de cocina?”. Ciertamente, aquella filosofía era también ciencia, a la vez que poesía.
Y así, en diversas vertientes, la poesía le brindó a Sor Juana oportunidad de plasmar su vocación, incluidas aquellas recetas orientadas a conseguir el platillo perfecto.
Facebook: Martha Chapa Benavides
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