La momia está sentada de espaldas a mí sobre mi cama. Caen pedazos de sus huesos por doquier, carcomidos de tiempo. Se siente joven por dentro aunque su putrefacto aroma se revuelca entre las sombras del cuarto. A ella no le importa ser un recuerdo perdido entre los días pasados. De hecho, sé que no le importa nada. Me acerco con cuidado, con miedo a espantarla y hacer volar las gazas que le cubren el rostro, las piernas y la espalda. Ella no me siente llegar, su vista está perdida en una esquina de la habitación, como esperando algo que nunca pasa. Siento el frío de su presencia, esforzándose por mantenerse erguida sobre la columna recta que un día sostuvo a una joven bella y llena de infinitos sueños. El silencio me hace notar que no ha latidos en su pecho, que la respiración se ha detenido, que está muerta. Que por alguna razón insoportable el corazón decidió marcharse del pecho, o mejor, fue arrancado. Sólo el chasquido de los insectos que la rodean se puede escuchar en la penumbra. Es entonces cuando me acerco más, siento la curiosidad de poder hablarle, preguntarle por los infinitos paraísos e infiernos, por las puertas que nunca se abren ó por los secretos que siempre se han contado. Quiero saber de la sanación, de la espera, del futuro. Me lleno de valor ante la sombra oscura que recorre su cuerpo, bañada de auras nauseabundas y avanzo lentamente hasta su costado. El rostro flácido está descubierto por sobre el hueso malar de donde cae una tira sucia que me permite definir un contorno conocido. Es entonces cuando me descubro reflejada. Ella me mira y mis ojos son los que están ahí, mirándome, asomándose con terror entre las rendijas de lino. Una lágrima cae por nuestros rostros en la especular imagen y de pronto, siento caer el peso del polvo de cientos de siglos sobre mi cabeza, siento el olor impregnado por el dolor que provoca lo perdido, siento que conozco todas las preguntas y que vago sin respuestas.
Estoy sentada de espaldas sobre mi cama. La momia ya se ha ido.
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