En estos tiempos de cambios y transformaciones constantes y de situaciones críticas en diversos ámbitos –la economía y la seguridad, por mencionar algunas– no se suele prestar el debido cuidado y respaldo a la cultura, tema siempre polémico. Para Octavio Paz, por ejemplo, el futuro no existe: es un espejismo sobre ruedas que al ser tocado se repliega sobre sí mismo para volvernos a atrapar entre la cultura y la globalización
Sin embargo, creo que no saldremos adelante sin una inmersión profunda y consciente en las fuentes de nuestra cultura, que a su vez ponga de relieve las particularidades del inmenso acervo de la humanidad.
Somos universales. No son extrañas para nosotros las obras de Shakespeare, Cervantes o Calderón de la Barca. La pintura de Murillo o de Giotto, entre otras que alimentan nuestra sensibilidad desde hace siglos, son ya parte de nuestro alimento cultural. Pero, además, somos un país de profundas raíces indígenas. Las fiestas populares, la comida y los ritos, la poesía y la arquitectura, las artes plásticas y la danza, entre otras expresiones de nuestra cultura, integran un mosaico de insólita riqueza. Sobre todo, nos confieren una fisonomía nacional que nos hace distintos y explica la incesante creatividad de un pueblo que traza caminos que resuelven las limitaciones del vacío de futuro que mencioné antes.
También somos un pueblo que ha asimilado valiosas aportaciones provenientes de las manifestaciones artísticas de España y Europa en general, aunque aclaro que eso no contradice a Paz, sino que lo explica mejor.
Tomemos en cuenta otros factores. Debido a sus características particulares, Latinoamérica ha tenido en los últimos años una notable presencia en Europa y Estados Unidos de América gracias a la ola de frescura y renovación que representan la música, literatura y pintura de nuestro subcontinente.
Tal es la revancha de quienes no contamos con un Renacimiento. Tal es la respuesta de las naciones que no tuvimos acceso a la influencia directa de la Reforma, que maduró en la obra genial de los enciclopedistas. Esta condición, que podríamos llamar marginal, en algún sentido nos separó momentáneamente de la modernidad, de diversas líneas de progreso y también de la democracia. Por eso la tarea en este campo es enorme, aunque sus frutos son ya evidentes desde hace un par de siglos. Y no podemos soslayar nuestro prodigioso pasado indígena, de culturas tan asombrosas como la tolteca o la maya.
Pero todo cambio exige vigilancia, cautela escrupulosa en torno a los peligros de la deshumanización, ya que, a decir de algunos antropólogos, ha habido países de fuerte cultura que al modernizarse extraviaron su pasado.
Por eso debemos mantener vivas nuestras raíces, defender las lenguas, costumbres y rasgos culturales en general a lo largo de nuestro territorio. Esa tendría que ser una de las empresas que acompañen al proceso de modernización que tanta falta nos hace. Sólo así estaremos más protegidos contra el destino de masificación que a momentos amenaza a la civilización seducida por un futuro con rostro vacío.
Diversos pensadores se han sorprendido al observar que el arte es transhistórico. A nosotros hoy en día no nos asombra la vigencia y universalidad del arte prehispánico, una expresión esencial de la humanidad, que transmite, en primera y última instancia, el sentido de un pueblo. De ahí la importancia de mantener vivo lo que llamamos arte prehispánico, tan relevante como todas las otras expresiones artísticas de cualquier periodo de la humanidad.
El arte constituye el desarrollo que humaniza a la sociedad porque es la expresión de la sensibilidad, el pensamiento y la creatividad que compartimos. Afirmo, así, que el nuestro es un gran pueblo integrado ayer y hoy por personas lúcidas, sensibles, creativas y laboriosas. Tenemos un gran patrimonio cultural; al respecto, recuerdo ahora un cuento que, me parece, viene al caso:
Alguna vez se desató un incendio en un bosque y todos los animales salieron huyendo despavoridos. Sólo un pequeño pájaro, criatura tan indefensa como bella, permaneció en el bosque y volaba una y otra vez hacía el río, mojaba sus alas y regresaba al fuego tratando de apagarlo. Un león, una lechuza y un cocodrilo lo vieron y le preguntaron: "¿Qué haces, iluso? ¿No te das cuenta de que no podrás apagar el fuego? Huye al otro lado del bosque ahora que tienes tiempo". La pequeña ave respondió: "Esto es lo único que tengo; éste es mi bosque; aquí nací y aquí continuaré mi tarea". Acto seguido, el pájaro siguió mojando sus alas para luego sacudirlas sobre las llamas. Los demás animales, ante su entereza y decisión, lo comprendieron, se avergonzaron de su egoísmo y regresaron al bosque para tratar de apagar el fuego.
Ésa es la función del arte y la cultura, vista como expresión de un sentimiento de defensa y acción y de apertura e intercambio, enraizado desde siempre. Manifestación de convicción y amor por lo propio, que al materializarse se convierte en nuestra identidad cultural, y que hasta nos ayuda a “apagar incendios” (léase la violencia social de nuestros días).
En medio de todo ello, la preocupación de los globalizadores y neoliberales, tan técnicos, tan estadísticos, que olvidan el sentido profundo de la cultura. Ésos que en sus informes destinan a tan suprema expresión humana unos cuantos segundos y escasos recursos. Ésos que suelen insertarnos en la desesperanza, la inequidad y el mal sabor de boca por la angustiosa supervivencia de millones de compatriotas.
Globalidad, sí, pero como contexto de intercambio cultural. Gobierno con orden y planeación, por supuesto, pero con basamento cultural. Nación, sí, pero con justicia y prosperidad.
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