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La mayor de las heridas ―no haber sido amado por lo que uno era―

no puede curarse sin el trabajo de duelo.

Alice Miller

Los seres humanos necesitamos alimentos, cuidados y amor. Todo junto y en cantidades suficientes.

          Con el alimento y los cuidados sobrevivimos. Con el amor vivimos.

           Sin amor nuestro espíritu se marchita. Y, en grados de carencia afectiva extrema, es una certeza científica que la cría humana muere.

          Cuando el desamor no es extremo pero sí intenso, las consecuencias para pueden ser la inseguridad y desconfianza, el sinsentido, la obsesión, la impulsividad, la tristeza, la depresión.

          De ahí que necesitemos, sobre todo en el comienzo de la vida, un amor incondicional por parte de nuestros padres. Este tipo de amor implica, fundamentalmente, querer y aceptar al hijo por el simple hecho de serlo.

          Y cuando esto no sucede, el niño sufre. Entonces comienza una carrera imposible: la búsqueda del cariño de unos padres que no pueden darle algo vital, es decir, una mirada que confirme su existencia, un reconocimiento que potencie su capacidad, una aceptación que inyecte seguridad y confianza, un amor que infunda deseo de vivir, una aceptación que fortalezca su identidad.

          “Si no me quieren por lo que soy, entonces me querrán por lo que hago”, suele ser la apuesta, cuando lo anterior no es suministrado.

          Sin embargo, su empresa es imposible, porque no está en sus manos activar el deseo de los padres. El deseo ha de nacer de ellos. Y si no nace, si no son capaces de amar sin condiciones, las consecuencias son tristes y muy lamentables para los hijos y para las hijas.

          Generalmente este tipo de niños y niñas se convierten en adultos que manifiestan un desarrollo emocional que no corresponde a su edad. Aun adultos dan la impresión de ser niños frágiles, desvalidos, poseedores de una dependencia emocional dañina hacia las personas y hacia su entorno.

           Pueden ser personas muy eficientes y funcionales en lo operativo, en lo laboral, esferas en las que ponen todos sus afanes, a la que dedican toda su energía y en la que suele obtener buenos resultados, aunque dichos afanes y resultados no sean para satisfacción propia sino para que otros los reconozcan.

           Suelen jugar el papel que los demás quieren que representen pero sin permitirse expresar sus sentimientos, porque a esas alturas han perdido la relación con su verdadero ser, se han perdido a sí mismos.

           ¿Cómo salir de dicho drama? ¿Cómo superar el no haber sido amado por lo que se era? No existen recetas. Pero sí guías: encontrarse a sí mismo, identificar las motivaciones personales y recuperar la capacidad deseante que se traduzca en un plan de vida personal.

            Para conseguirlo, el epígrafe de este artículo nos da la llave: iniciar un duelo, ¿cuál? El de reconocer y asumir el pasado. Lo cual implica aceptar que las cosas sucedieron así, que esos padres son los que tocaron, que no hubo oportunidad de escogerles, que es todo lo que estos pudieron dar.

            Se dice rápido y fácil. No siempre es así. Requiere tiempo, valor y, en ocasiones, apoyo terapéutico.

            El pasado no se puede cambiar. Lo que sí se puede hacer es resignificar dicho pasado, darle un sentido viable y posible. Para lo cual es necesario expresar los sentimientos, vivir un arrebato de tristeza, desilusión, enojo, impotencia, tal vez culpa.

            Pero aceptar y asumir el pasado no significa someterse pasivamente a él. Significa tomarlo en las propias manos y convertirlo en otra cosa. Cambiar esa identidad frágil, dependiente, o fracturada, o estereotipada, por una más poderosa, completa, integral. Se trata de realizar una metamorfosis con los propios recursos, hacer de lo doloroso un recuerdo solamente.