El juego es el vehículo que acerca los corazones de padres e hijos.
Cuando nuestros hijos son niños (las palabras se refieren también a las niñas, a las hijas) con frecuencia suelen invitarnos a su mundo. Nos abren las puertas de su corazón con entusiasmo y facilidad: Papá, vamos al parque, Ven que te quiero enseñar algo, Veamos la película, Cuéntame un cuento, Vamos a nadar, Salgamos con la patineta, Juega conmigo al videojuego, …a las escondidas, …a la trais, …a las muñecas, …al futbol…
Y con cierta frecuencia nuestra respuesta es negativa: No puedo, No tengo tiempo, Estoy ocupado, Mejor deberías ponerte a estudiar, ¿Ya hiciste la tarea?, Estoy cansado ¡no ves que acabo de llegar de trabajar!, Mañana, El fin de semana, En vacaciones, Ahora no porque estamos de vacaciones (!), Dile a tu mamá, Mejor juega con tu hermano…
Los razonamientos que estimulan estas respuestas están anclados en la prisa con que vivimos, en la manera en que priorizamos las actividades, en nuestro deseo de construirles un patrimonio, en la excesiva importancia que le damos al trabajo (para algunos padres/madres no sólo representa un medio para la subsistencia sino una actividad que da prestigio e identidad)...
Razonamientos sin duda válidos, pero que nos alejan de los hijos y nos llevan a acuñar frases lamentables, sobre todo alrededor de su adolescencia: Lo he perdido, Desconozco a mi hijo, No nos entendemos, No quiere estar conmigo, Somos como extraños…
Frases dichas con un tono de reclamo hacia los hijos que ya no quieren acercarse a sus padres, pero que en realidad muchas veces son el resultado del alejamiento y rechazo a las invitaciones que ellos hicieron desde que eran niños.
Es entonces que aparecen los lamentos de los padres por la exclusión que hacen sus hijos: ¿Por qué no quiere hablar conmigo? ¿Por qué no quiere salir al cine conmigo? ¿Por qué no me hace partícipe de sus problemas? ¿Por qué soy el último en enterarme?...
Dramática paradoja: cuando los hijos quieren estar con sus padres, estos no están disponibles; y cuando los padres ya están disponibles, los hijos ya perdieron la motivación.
Por eso no deberíamos rechazar una invitación de un niño para jugar. Deberíamos considerarlo un honor. ¿Por qué? Porque en ese acto nos está abriendo las puertas de su corazón, porque el juego es la actividad más íntima que tiene.
El juego es análogo al soñar de los adultos. En los sueños de los adultos cada noche fluyen deseos, miedos y sentimientos muy personales (y hasta traumas); por eso sólo se los contamos a quien le tenemos mucha confianza. En el sueño se expresa nuestro ser más profundo, transparente y sin censura. El niño hace lo propio en el juego.
Por eso, si queremos conocerlos a profundidad, juguemos con ellos. No existe mejor medio para la comunicación y el acercamiento entre padres e hijos.
Además, al jugar tejemos momentos, anécdotas y situaciones originales y específicas con las que vamos construyendo una historia única, un lazo que afianza un vínculo difícil de romper a través del tiempo.
Si aceptamos las invitaciones de nuestros niños, es altamente probable que ellos acepten, ahora y después, las de nosotros, sus padres.
No olvidemos que decir sí a una invitación de un niño, es decirle sí a lo que realmente vale la pena: el juego, el placer, la imaginación, la creatividad, el ritmo lento, la concordia, lo vivo, la vida, ¿no crees?
Comentarios
Que artículo tan interesante , como no lo leí antes !! yo estoy en esa situación , cuando ,mis hijos eran niños , los descuidé por darle prioridad a mis labores del hogar , ahora que crecieron hay muy poca comunicación entre nosotros . Ahora que tengo tiempo , ellos ya no .
Excelente artículo, me recordaste a tiempo algo tan importante como involucrarme en los juegos de mi hija, en disfrutarlos no como simple obligación,y al final será beneficioso para ambas , me gusto, me gusto mucho tu artículo, GRACIAS. Un abrazo.