Cada cuatro años tenemos una cita especial con el esfuerzo, la agilidad, la estética y la justa competencia:
los Juegos Olímpicos.
Como ningún otro acontecimiento, este encuentro entre las naciones del mundo en torno al deporte nos concita fraternalmente.
Sin duda, es la paz el valor esencial que impregna los Juegos Olímpicos, más allá de las proezas deportivas que, por supuesto, nos atraen, nos cautivan y provocan nuestro aplauso.
Digamos, una cultura de la competencia que si bien implica esfuerzo, habilidad, disciplina y carácter de superación, se aleja de la intolerancia, el odio o la venganza, que con demasiada frecuencia se presentan entre algunos países o grupos raciales aun en pleno siglo XXI.
Hay que reconocer, claro está, que si bien la constante ha sido la competencia amistosa y honorable, en la historia de los Juegos Olímpicos han ocurrido algunos hechos negativos de triste y bochornoso recuerdo. Por ejemplo, los desplantes de discriminación racial que se atribuyen a Hitler en la Olimpiada de Berlín de 1936, o los asesinatos de 11 atletas israelíes en Múnich, que vistieron de luto los Juegos Olímpicos de 1972.
Al parecer, por fortuna, tan detestables actos han ido quedando atrás, pues en las más recientes celebraciones olímpicas, como las de Grecia y China, ha prevalecido la paz, ya no digamos hoy en día en un jubiloso Londres.
Así, entre el gozo y el sueño de un mundo sin belicismos, la cultura de la vida se impone a la de la muerte, en una especie de oasis en medio de un mundo donde campean lo mismo el terrorismo y la guerra, que el narcotráfico, el armamentismo y las dictaduras.
En los Juegos Olímpicos que se están realizando en estos días me ha llamado la atención cómo el poderío económico en ascenso de nuevas potencias como China o Corea del Sur se refleja también en sus triunfos deportivos, mientras que otros países hasta hace poco pujantes languidecen en la obtención de medallas dentro de las diversas justas competitivas.
En el caso de México, aunque han brillado algunos de nuestros deportistas –de manera destacada los clavadistas, tanto hombres como mujeres, y las jóvenes arqueras–, nuestro desempeño es bastante limitado: al 4 de agosto México ocupa el lugar 33 en el medallero olímpico, con cuatro medallas; Estados Unidos y China, que están en los primeros sitios, han obtenido 46 y 47 preseas, respectivamente. Es innegable la necesidad de ampliar y profundizar en nuestro país esta cultura del esfuerzo, que a su vez requiere de un cambio social, político y económico que sustente más y mejor la práctica masiva del deporte. Y hacerlo de manera tanto profesional como amateur, más aún cuando la población mexicana registra índices crecientes y alarmantes de obesidad, sobrepeso y diabetes.
El disfrute de los Juegos Olímpicos es tan grande que de verdad quisiéramos que no fuera solo un breve periodo cada cuatro años, sino que los días y los años de la humanidad permanecieran así, con ese espíritu fraternal y de buena voluntad.
Es una utopía, lo sé, pero creo que bien podría irse transformando poco a poco en realidad. Por lo menos, deberíamos intentarlo; podríamos, por ejemplo, empezar a cambiar juntos nuestro propio entorno social con desarrollo, prosperidad y equidad, sustentados siempre en la democracia y la libertad.
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