Lo más contagioso para la humanidad no son los virus o las bacterias sino las emociones. Este virus, el llamado de la “corona” se volvió en pocos meses el rey del mundo. No es su tasa de mortalidad ni su capacidad de contagio, es que arrasó en sociedades que normalmente ven las desgracias de países menos desarrollados desde la barrera del primer mundo, el de la seguridad social universal, el de la infraestructura, el mundo de quienes en afán de desarrollo personal dejaron de tener hijos para tener cosas, el mundo donde la generación de riqueza pareció funcionar como vacuna de desgracias colectivas.
Entonces llegó este COVID-19 y los paradigmas se hicieron pedazos. Ver a los ricos y otrora poderosos luchar impotentemente contra el bicho, enterarnos por las noticias, redes sociales y aplicaciones de cómo a ellos, a los que parecían inmunes a las desgracias les faltaba el aire literalmente y se desbordaba la capacidad de hospitales por la demanda creciente de atención, nos llenó de miedo.
Con el nacimiento de internet en los 90´s comenzamos a vivir la globalización. El mundo todo a un clic de distancia. Las personas aprendimos a comprar, investigar, relacionarnos y hasta soñar a través de una pantalla. La pandemia igual, globalizada; todo lo que desees saber de ésta, verdadero o falso, detrás de un botón. A diferencia de otras pandemias en la historia, esta vive en la cabeza de cada persona, nos contagia a cada minuto día y noche.
El miedo entonces y el sistema de duelo o separación-pena, ambos primigenios en el ser humano, en menos días de los que necesitó el virus para propagarse, corroyeron las almas a lo largo y ancho del mundo y nos han llevado a un estado mental negativo, molesto, inquietante, que nos tiene el cuerpo tenso y del que todo mamífero desea huir.
El miedo como mecanismo de protección para la supervivencia y el estado de duelo como necesidad de vivir en sociedad, de mantener a las personas por quienes sentimos apego junto a nosotros para sentirnos amados, protegidos y seguros, tienen al planeta lleno de emociones expuestas, esas que en la cultura patriarcal en que vivimos se entienden como “bajas emociones”, las que a los hombres les enseñan a ocultar hasta de sí mismos so pena de no estar a la altura de lo que se espera de un “verdadero hombre”; el fuerte, racional, inteligente, maduro, autoritario, dominante, activo, rudo, independiente…el macho que para ser considerado exitoso se destaca en su actividad laboral, que tiene presencia en el espacio público y algunos en la participación política, que suelen privarse de afectos y se asumen más importantes como seres vivientes que mujeres, infantes u hombres menores en la escala socio-económica.
Pues bien, el virus nos ha igualado. Hombres y mujeres sentimos lo mismo y es tiempo de reconocer que no nos hace mejores o peores, más fuertes o débiles sino simplemente humanos. La pandemia pasará pero sus lecciones quedarán y éstas, si las apreciamos, serán para la evolución de la humanidad.
Tengo esperanza que algunos recapaciten y aprendan después del confinamiento que nadie es más importante que otra u otro, que es posible entendernos como personas, basados en el respeto a la existencia misma, sin el inútil distractor de los títulos, las cuentas de banco o los blasones; que quien recoge la basura está siendo hoy tan indispensable como quienes buscan una cura para el virus y que, al final, la vida y la salud de nuestras personas amadas son en realidad lo único verdaderamente valioso y atesorable. El mayor antídoto al miedo es la fe. Yo la tengo.
Pues bien, el virus nos ha igualado. Hombres y mujeres sentimos lo mismo y es tiempo de reconocer que no nos hace mejores o peores, más fuertes o débiles sino simplemente humanos. La pandemia pasará pero sus lecciones quedarán y éstas, si las apreciamos, serán para la evolución de la humanidad.
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