Ante una pérdida, cualquiera que ésta sea (muerte de un ser amado, separación, pérdida de un empleo), inicia el proceso de duelo con la incredulidad, negación, o como decimos coloquialmente, “no nos cae el veinte” de lo que ha ocurrido; el cerebro se niega a procesar el evento como una realidad y predomina la confusión y el caos. Después viene el enojo, porque además del dolor natural por la pérdida, se añaden una serie de consecuencias que tienen que ver con el manejo de la economía o con la organización de lo cotidiano; es entonces cuando reclamamos a quien se ha ido, al responsable del despido e incluso, a un ser superior porque, ¿ahora cómo solventaré los gastos?, ¿cómo voy a realizar solo todas las tareas?, ¿cómo voy a llenar el vacío? Esto nos llena de ira porque no ha sido un cambio planeado, ha sido revolucionario y no estábamos preparados para ello.
Más tarde llega la “negociación” con ideas que pretenden rescatar el pasado, tal como se vivió. ¿Y si hablo con mi jefe para ver si las cosas se arreglan?, ¿y si cambio mi comportamiento para que mi pareja regrese?, ¿y si hago de cuenta que no ha fallecido? Son los actos desesperados para mitigar el dolor por lo acontecido. Con el tiempo nos daremos cuenta de que las cosas no volverán a ser como antes.
Ante la cruda realidad, el cuarto episodio del duelo es la depresión o tristeza. Hay que darse oportunidad de llorar y de despedirnos de aquello que vivimos y de aquél a quien amamos. Es en esta etapa donde, paulatinamente, iremos tomando conciencia de que a pesar de ya no tener o no estar, la vida deberá continuar, bajo una nueva perspectiva.
Cuando se procesa sanamente el duelo, la quinta etapa, que es la de resignación, acomodación o aceptación, llegará poco a poco, cuando entendemos que todo en la vida cambia y que debemos continuar, rescatando lo mejor de esa experiencia. Y es justamente en este punto, cuando “dejamos ir”; cuando somos capaces de recordar lo mejor de lo vivido, cuando asumimos la experiencia y la aprovechamos para tratar de ser la mejor versión de nosotros mismos, con los instantes bellos que vivimos al lado de quien se ha ido, con agradecimiento por lo recibido, con optimismo al ver hacia adelante.
¿Cuánto tarda esto en llegar? Es algo muy subjetivo. Depende del tipo de pérdida y de la personalidad del individuo, podrán ser seis meses, un año o hasta dos. Por eso es que resulta inútil y hasta molesto, que las personas que nos rodean intenten sanar nuestra pena, pidiéndonos que le “echemos ganas”, o argumentando que el ser amado está ahora mejor en donde se encuentra, o que tratemos de estar optimistas, cuando estamos en la negación, negociación o depresión.
Dicen que el tiempo todo lo cura, y, en gran medida, así es. Permítete pasar por las etapas de tu duelo, pero nunca pierdas la conciencia de que, en algún punto, deberás recuperar tu vida. Si transcurre demasiado tiempo sin lograrlo, busca ayuda.
El DSM5, conocido como la “Biblia de la psiquiatría” ha añadido un nuevo trastorno: el duelo prolongado. Se piensa que quienes llevan más de un año lamentando la pérdida, sin ninguna mejoría, se vuelven incapaces de retomar sus actividades. Holly Prigerson, psiquiatra, declaró en los años 90, que el tratamiento para la ansiedad y depresión es distinto al que debe dársele a un paciente con nostalgia, añoranza y anhelo prolongado. Es un tema altamente controversial, pero ha dado lugar a la generación de estrategias de acompañamiento, ante lo que Katherine Shear llama “el duelo prolongado”.
Cada persona, usando su sentido común, es capaz de distinguir cuando su duelo, se ha convertido, de un proceso natural, a un estado patológico. Si estás ante una pérdida que no puedes superar por ti mismo, acude con un tanatólogo, un psicólogo o si fuese necesario, con un médico psiquiatra, que te ayude a salir de esa situación, porque no es justo para ti, que el resto de tu vida sigas atado a un recuerdo, que, dado tu sufrimiento, se hace cada día más amargo.
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