¿Alguna vez has escuchado que la gente recomienda “soltar” o “dejar ir” para alejarse del sufrimiento? Suena sencillo pero dista mucho de serlo. Los seres humanos nos aferramos a las personas que nos importan, a los objetos que poseemos, al “status quo” en el que vivimos.
Abraham Maslow lo explica muy bien en su pirámide de las necesidades, en el nivel denominado “estima”, “afiliación” o “pertenencia”. De alguna forma, desde temprana edad, nos gusta saber que pertenecemos a “algo” o “alguien” y también nos hace sentirnos seguros tener cosas o personas que consideramos de nuestra propiedad.
Recuerdo que en alguna época de mi vida trabajé con niños con capacidades diferentes y, entre ellos, estaba un pequeño de 9 años que padecía esquizofrenia. Sentía desconfianza de quienes le rodeaban y por ello no socializaba. Mi tarea era brindarle terapia educativa para facilitar su aprendizaje y fue un desafío muy interesante; difícil, pero gratificante. Después de algunas semanas yo era su compañera de juego los 45 minutos que permanecía conmigo tres veces a la semana. Él asumió que yo era de su propiedad, así que el día en que me vio tomando de la mano a mi hijo, de, entonces 12 años, se lanzó hacia él con toda su furia porque consideró que le estaban arrebatando algo propio. Y así es; todos reaccionamos de formas distintas, pero cuando nos sentimos despojados, la angustia se apodera de nosotros, no pensamos con claridad y se inicia el proceso de duelo.
La primera etapa del duelo es la negación, por eso, cuando alguien se va de nuestra vida, ya sea por muerte, separación o abandono; el cerebro entra en un “modo” de protección al negar que el hecho esté aconteciendo. Es inútil hablar en ese instante de “soltar” o “dejar ir”. El modelo Kübler-Ross, nos habla de cuatro momentos más que son el enojo, la negociación, la depresión o tristeza y la aceptación. No hay fórmulas que aseguren la duración de cada etapa, pero algunos estudios arrojan que, dependiendo del tipo de duelo, puede implicar, no menos de tres meses, ni más de tres años.
¿Entonces no hay nada qué hacer? Por supuesto que sí. Mucha de la resistencia al cambio tiene relación directa con las culpas. Cuando no somos capaces de perdonarnos o de perdonar a otros por los errores cometidos, la sensación de angustia y desesperación se prolonga. La tranquilidad llegará, según lo explica la neurobiología del perdón, porque el individuo reducirá sus niveles de estrés y con ello el alivio entrará a su corazón.
El perdón reduce las emociones negativas, aunque un estudio del Instituto SISSA de Trieste (Italia) explica que hay personas con mayor tendencia a ejercitar el perdón que otras, dependiendo de la cantidad de materia gris que exista en el surco temporal superior del cerebro. Por otra parte, una investigación llevada a cabo por las universidades de Pisa, Roma e Illinois establecen una relación entre la corteza prefrontal dorsolateral y el perdón. Esto explica por qué hay individuos que perdonan con mucha mayor facilidad que otros.
Si tú eres del grupo que no perdona con facilidad, necesitarás mayor empeño en ello dado que va de por medio tu bienestar psicológico. Algunas recomendaciones que podrían serte de utilidad son: si se trata de una persona ausente, escríbele una carta de agradecimiento por todo lo que aportó a tu vida, despídete y deshazte de ella. Hazlo cuantas veces sea necesario. Otra táctica es buscar una palabra o frase “ancla” que te aleje del dolor, por ejemplo, “es verdad, ya no está aquí, pero mira todo lo que aún tengo”; también es de utilidad anotar tus objetivos y calendarízalos para que tu mente se ocupe de otra cosa. Si te gustan las plantas o las mascotas, ¡adelante!, adquiere una para que te sientas útil y responsable de alguien más; busca una red de apoyo, es decir, entra a Facebook y lee todo lo estimulante que encuentres; reúne a tus amistades e invítalos a tomar un café; busca a quienes compartan tus pasiones a través de clubes y talleres para que encuentres razones que te lleven a salir del sufrimiento.
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