Está visto que el deporte no combina bien con la política. Lo acabamos de confirmar una vez más en el Estadio de Maracaná, cuando el presidente brasileño en funciones, Michael Temer, declaró inaugurados los XXI Juegos Olímpicos, y como respuesta recibió una fuerte rechifla de los asistentes. Los partidarios de Dilma Rousseff, antecesora de Temer actualmente apartada del poder –y en camino hacia el juicio político–, dicen que con ella eso no habría ocurrido, pero muchos otros aseguran que hubiera pasado igual o peor.
Es que cada día es más evidente la animadversión contra la clase política que invade los estadios de futbol y otros centros de espectáculos. Como si se tratara de un ajuste de cuentas de los ciudadanos que se sienten agraviados por causas diversas, que van desde la desatención a sus justas demandas, la imposibilidad de tener un trato adecuado en las ventanillas públicas, y ya no digamos la negativa de audiencias que solicitan para exponer una queja o un reclamo, hasta el malestar extremo que provoca el peso de la inseguridad y la crisis económicas, lo que ocurre en muchos puntos de planeta.
Porque se trata de una reacción popular y social que no distingue países ni regímenes políticos o ideologías, pues el público rechaza, sin más, el discurso político.
Puede ocurrir también que aunque en alguna medida sea aceptado un mandatario, resulta molesto el oportunismo que muestra al querer utilizar a su favor un encuentro deportivo. Menos aún le gusta al público que lo distraigan o le quiten minutos al espectáculo que presenciará, máxime cuando ha pagado su boleto con sus propios recursos.
Cómo no recordar, por ejemplo, en nuestro caso, no sólo la silbatina contra Gustavo Díaz Ordaz en 1968, sino un abucheo unánime cargado incluso de injurias. Quizá una excepción sería el caso de Adolfo López Mateos, que en general era recibido aceptablemente en el seno de esas concentraciones masivas; pero, claro, hablamos de circunstancias muy diferentes –los lejanos años sesenta del siglo pasado–, que no son las de ahora, cuando tenemos una sociedad más exigente, crítica y participativa.
Pero fuera de esta expresión popular que se presentó en la apertura de los Juegos de Río, hay otras cuestiones que resaltan en esta nueva edición olímpica, como el hecho de que la transmisión en nuestro país fuera exclusiva de las empresas de Carlos Slim, quien le compró al Comité Olímpico los derechos para difundir en todo el continente. Así, por primera vez quedaron fuera de este evento mundial las dos cadenas más importantes de la televisión mexicana, Televisa y TV Azteca, que se negaron a pagar a Slim derechos de transmisión.
En cambio, se convirtieron en grandes protagonistas las televisoras públicas, a las que se les permitió recibir y transmitir la señal en su totalidad, lo cual resultó no sólo positivo pues le concedieron un espacio de privilegio en su programación a las contiendas deportivas, sino que a la vez nos permitió gozar de transmisiones con menos carga comercial, que tanto abruma al televidente. Además, sus equipos de comentaristas han sido satisfactorios –sin gritos ni estridencias–, y me refiero lo mismo a TV Mexiquense, que a Canal 22 y Canal Once. También observo que las televisoras públicas deberían haber tenido más apoyo presupuestal para anunciarse en otros medios y dar a conocer las diferentes actividades deportivas, días y horarios, pues los televidentes hemos tenido ciertos dificultades para saber cuándo y dónde se transmite el deporte de nuestra preferencia o algunos momentos importantes del desarrollo de las Olimpiadas en Brasil.
Desde luego, lo mejor habría sido que la señal llegara democráticamente a toda la radio y la televisión, porque se trata de ver en acción a los mejores deportistas del mundo y de un encuentro fraternal entre los pueblos que merece la más amplia difusión de los medios existentes, trátese de México de cualquier país.
Quedan aún algunos días antes de que concluyan estos Juegos Olímpicos, ya memorables por su bella e impactante inauguración, tanto por su bien preparada escenografía, como por las espléndidas acrobacias y juegos visuales. Pero trascendental también por su fondo: el mensaje que Río envió al mundo, al centrarse en una defensa de la ecología global. Quedarán también experiencias respecto a su organización, así como su debida y completa transmisión por los medios de comunicación, que ojalá se sometan en el futuro a una reglamentación más equitativa, independientemente de quién consiga los derechos por su simple capacidad económica.
Unos juegos, por cierto, que estuvieron en riesgo de suspenderse por cuestiones políticas y económicas, pero que a fin de cuentas y ameritadamente celebran exitosamente los brasileños –y gran parte del mundo a su lado– a ritmo de samba.
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