Alguna vez has intentado definir lo que es la pasión? ¿Alguna vez has intentado traducir en palabras corrientes esos arrebatos sin lógica que muchos llaman sentimientos? Si lo has hecho te habrás encontrado en un dilema porque las pasiones tienen color, perfume, temperatura, pero no siempre responden a una explicación.
Hay pasiones rojas, verdes, azules, pasiones con aroma de lilas, pasiones con jugo, como el durazno o la sandía, hay otras pasiones con olores rancios, pasiones oscuras que suben desde el barro de más abajo, desde el agujero profundo del odio y se montan sobre el moho del rencor, cubriéndose entonces de prejuicios y huyendo de la razón.
Pero pasión también implica padecimiento. Los apasionados sienten en su piel y en sus entrañas el significado del dejarse llevar. Las pasiones, exigentes y posesivas, se instalan adueñándose de nuestra energía y de nuestra voluntad. Nos obligan a entregarles nuestro ser. Y sucumbimos. Nos convierten en selectivos y en discriminadores, porque ellas, como el dios Proteo, se valen de cualquier recurso y adoptan cualquier cara con tal de concretar sus objetivos. No desdeñan artilugios ni fruncen la nariz ante los hechos. Para ellas todo sirve: lo mejor y lo peor de cada uno.
A veces, las pasiones nos sorprenden y aceptan negociar. Se elevan y miran desde arriba, bajan las pestañas, focalizan, calculan y sopesan, tal vez ceden un poco, entonces retroceden.
Te invito, lector, a que demos una mirada a la filosofía. Para los antiguos filósofos, la pasión era contraria a la acción. Condenaron a las pasiones por considerarlas perturbadoras. La mayoría consideraban cuatro pasiones fundamentales: amor, odio, esperanza y miedo. Y aunque las consideraban nacidas del apetito sensible, les daban cierto grado de relación con la inteligencia y con la voluntad. Para estos sabios, las pasiones adquirían categoría positiva o negativa según hacia qué objeto se dirigían. Entre los filósofos modernos, hubo el que condenó a las pasiones, y el que consideró que las pasiones eran instrumentos de la razón para concretar fines espirituales. También se vio en ellas al síntoma de la fortaleza y de la salud del carácter que favorecía el orden de las potencias internas y externas de una persona.
Pero si bien pasión es sinónimo de vida, cuando esas pasiones se convierten en un estilo de conducta febril y espasmódica que transciende la individualidad, se multiplican y se contagian hasta transformarse en el perfil que identifica a un pueblo.
Tal vez en algún momento comprendamos que nadie tiene derecho a convertirse en guía de pasiones ajenas. Entonces estaremos en condiciones de entender que muchas veces la presencia única y exclusiva de la pasión no alcanza para establecer las condiciones necesarias para la convivencia social pacífica.
Cuando las polémicas públicas sean mucho más que vanas declamaciones, cuando los sentimientos individuales no sean la única lógica que guía la acción pública, cuando cada uno pueda conmoverse por aquello que le estremece el alma sin que nadie lo juzgue por sus acciones u omisiones, quizás entonces ese día comience el verdadero despliegue de la pasión.
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