Hablando con un amigo sobre los parques, compartimos diferentes ideas sobre los mismos. Son unos espacios necesarios para que la condición humana pueda refugiarse de tanto cemento y vidrio que pueblan nuestras ciudades. Un parque sigue siendo un oasis en medio de un desierto creado por la propia incapacidad del hombre de saber convivir con el entorno.
Las metrópolis han perdido esa esencia que tenían las urbes de antaño. La gente camina sin rumbo aparente en un peregrinar cada día mas errático y menos complaciente con quienes se comparte la rutina diaria.
Somos como los viajeros que cada amanecer se enfrentan con un paisaje diferente pero un entorno similar al que sin saber porque, ellos mismos han elegido para su propia existencia.
Cada día elaboramos una ruta ficticia donde cada paso debe de mantener la calma aparente de quien domina una situación, por absurda que esta se nos plantee. Incluso aparentamos controlar el desconcierto que nos causo lo novedoso que se cruza en nuestras vidas cuando ese detalle hace tambalear nuestra preciada libertad.
Y en ese momento de nuestra encrucijada, aparece un parque ante nosotros. Un banco nos invita a la lectura, la contemplación o simplemente a zanganear entre el desconcertante ambiente que nos acoge.
El parque siegue siendo el pulmón necesario que nos da la lucidez que a diario perdemos
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