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El síndrome de Cenicienta o las consecuencias de permitir que los demás te digan lo que debes hacer y quién debes ser.

¿A quién se le ocurrió este cuento?

¿Qué quisieron hacernos creer?

¿Por qué ha tenido tanto éxito?

Como la versión ‘políticamente correcta’ ya la conoces, te hablaré de la HADADAMENTE INCORRECTA pero liberadora, esa que transforma diademas flojas en coronas, o al menos lo intenta.

DÉJATE DE CUENTOS

Érase que se era una bella doncella, hija de un buen hombre que, de tan bueno que era, parecía tonto. Porque tonto hay que ser, además de melindres, para casarse con una mujer fea y ‘bruja’, o sea, mala malosa, que además tiene dos hijas más feas aún y encima lelas que van de marisabidillas. Vamos, ¡unas perlas! Como os decía, tonto hay que ser, o algo peor, para casarse con una mujer feosa con dos hijas humanoideas al haber enviudado, cuando tú fallecida esposa era una mujer de buen corazón y tienes una hija bella cuya alma también lo es. No acierto a entender  por qué, a algunos hombres, les da por volverse a casar nada más enviudar…

¿Acaso creen que volverán a hallar a otro ‘ángel’ en forma humana que con ellos se despose y les envuelva el alma en aromas de abrazos angelicales? Nada más lejos de la realidad, un ángel sólo pasa una vez por tu vida, ¿o varias? Pero ya se sabe aquello de ‘segundas partes nunca fueron buenas’… Tal vez habría que decir que si el primer matrimonio fue una maravilla, no tientes a la suerte y no repitas, porque puede que el segundo te haga renegar de tu suerte…

 A lo que iba. La hija de este buen señor, era también buena y... ¡un poco montosa como su padre! -no iba a ser menos-, por lo que permitió que su padre consintiese en que ella fuese la ‘doncellaparatodo’ de su nueva esposa e hijastras. Doña Cenicienta en vez de haberlas mandado al cuerno, las atendía solícita y abnegada creyendo, la muy inocente, que cuánto más les aguantase sus desconsideraciones, faltas de respeto y explotación humillante a la que la sometían, acabaría por ganarse, sino su cariño, al menos si su conmiseración.

 “O sea, que doña Cenicienta iba de víctima.”

 ¡Acertaste!

Las mujeres que permiten que las ninguneen suelen tener la autoestima por los suelos. Y, suelos, ¡precisamente, era lo que se dedicaba a fregar Cenicienta¡ De tanto fregar, los tenía relucientes como el mismísimo sol.

Las mujeres con ‘victimitis aguditis’ suelen aceptar sin rechistar los malos tratos que reciben. Ella, en vez de mandarlas a tomar viento, al acabar la jornada se refugiaba en su cuartucho, y se dedicaba a buscar consuelo en el recuerdo de su madre, la cual me la imagino como una mujer bella, dueña y señora de su vida, solícita, amable, educada e inteligente. Estoy segura de que amaba mucho a su hija, y de que trató de inculcarle el respeto por sí misma.

 Ahora bien, en el cuento, el padre, está ausente, no aparece para defender a la hija. Simplemente se casa con ‘Missfeacazadotes’ y se larga (muy propio de los hombres cobardes cuando se aperciben del resultado desastroso de sus acciones). Obviamente, si un padre está ausente, no puede defender a su hija, por lo que ésta deberá aprender por su cuenta a cuidar de sí misma. Ante semejante panorama, por toda solución doña Cenicienta llamó a su hada madrina, pero dado que no era una damisela de aflojada diadema sino una reina que había despistado su destino, su hada madrina sólo podía ser una de ‘rompe y rasga’ que hacía lo que le pasaba por la varita.

 Y, el hada madrina apareció.

  • Hola despistada –dijo alegremente el hada
  • No me puedo creer que tenga hada madrina –dijo
  • Y, ¿por qué no la ibas a tener? –replicó el hada
  • Porque no soy bella ni elegante ni rica… -dijo casi entre sollozos Cenicienta.
  • Déjate de cuentos –le espetó el hada madrina-. ¡A mi no me vengas con esas! Tira el estropajo, ajústate la corona y vayámonos de
  • ¿De compras? –preguntó asombrada
  • Sí, de compras. Tengo que enseñarte muchas cosas, y lo primero que compraremos será papel y lápiz para que tomes notas. ¿O, acaso creíste que te iba a comprar un par de zapatos y ya está…? –replicó el hada madrina con malicia en la
  • No… Bueno, no tengo ni idea. Me he pasado los últimos años entre cenizas, estropajos, lejías, friega suelos y demás mandingas… La verdad sea dicha, ¡ya ni me acuerdo dónde guardé la pestaña! -dijo apesadumbrada Cenicienta.
  • Eso tiene remedio. No hay nada que se le resista a mi varita –dijo con energía en la voz el hada
  • En ese caso… ¿me vas a conceder todo lo que te pida? –preguntó animada Cenicienta.
  • ¡Ni hablar de la varita! Yo no soy una ‘alelHada’. ¡Soy un hada madrina reina! –respondió el hada madrina puntualizando y poniendo las cosas claras desde el
  • Vaya, y yo que pensaba que todas las hadas madrinas eran buenas y generosas y te concedían cosas con solo agitar la varita… -replicó un poco desilusionada Cenicienta.
  • Ya te he dicho que esas son las ‘alelHadas’ que se colaron en los cuentos de hadas haciéndoos creer que el ser hada consistía en agitar la varita y sacar conejos… digo…, príncipes azules de la chistera. ¡No te fastidia! – protestó el hada madrina.
  • Y, ¿no es así? –la interrumpió
  • ¡No! – le respondió enérgicamente el hada madrina.- Es más, no sólo han tergiversado la verdad de las hadas sino que a muchas criaturas de inocente corazón, como tú, les han hecho creer que por sí mismas no podían conseguir nada. Que es lo mismo que decirles que carecían de capacidades y de la iniciativa necesaria para afrontar y solucionar por sí mismas las situaciones que se les
  • En ese caso, ¿cómo me vas a ayudar? –preguntó curiosa
  • Enseñándote. Sí, te enseñaré a descubrir la magia que mora en ti. Te enseñaré como pararle los pies y poner los límites a esas tontainas de damiselas que te han tocado por Te enseñaré a ser una reina
  • –dijo con determinación el hada madrina.
  • ¡Caramba! Nunca nadie me había hablado así –dijo entusiasmada Cenicienta.
  • Sí, aunque lo has olvidado. Tú madre te habló así. Si bien, sus palabras y los tesoros, que ella depositó en las alforjas de tu alma para ayudarte a desarrollarte como ser humano, quedaron sepultadas en el olvido detrás de toneladas y toneladas de cenizas –dijo el hada
  • ¿Cómo pude olvidarme? –preguntó Cenicienta con un amago de tristeza en la
  • Ah, querida amadrinhada… Te hablaron repetidamente mal de ti, es decir, te hicieron creer que eras poco menos que nada, un desastre, un despojo del destino. Por lo que, sin cariño, sin el apoyo emocional de tu madre, sin la guía y refuerzo de tu padre, acabaste por pasar tanta hambre emocional que con tal de que te hicieran caso. Tragaste insultos y malos tratos… Y, todo con la intención positiva de que, ya que no te amaban, que al menos, te odiasen. Lo cual no deja de ser una emoción. En resumen, buscabas que te prestasen atención, o te diesen alimento emocional aunque fuese en forma de reproche, grito o insulto… -dijo el hada
  • Ya… Es cierto que me acostumbré a que me tratasen mal… ¿Pero cómo puedo hacer para darle la vuelta a esto? –preguntó
  • Ya te he dicho que te enseñaré –aseguró el hada
  • ¿Cuándo empezamos? –preguntó ilusionada
  • Ahora mismo –respondió entusiasmada el hada madrina.

 

Así fue como, al día siguiente, después de toda una larga noche de aprendizaje en la escuela hadada, Cenicienta, en vez de ponerse a barrer y a preparar el desayuno para la madrastra y sus hijas, se levantó saludando al nuevo día y se dispuso a prepararse un fantástico cappucino con su espuma y su chocolate. Una vez hecho el café, cogió éste y se fue al jardín a contemplar el nuevo día. Tan absorta estaba en su libertad y dignidad recuperadas, mientras se tomaba el café y degustaba el bizcocho de chocolate que le había preparado la noche anterior su hada madrina antes de irse a dormir, que no oyó a la madrastra llamarla desgañitándose. La buscó por cada rincón de la casa.  Dado que eso no era propio de ella, a la madrastra ni se le ocurrió ir al jardín a buscarla. Toda búsqueda tiene su ‘antes y su después’, por lo que la madrastra acabó por dar con ella cuando el sol de media mañana acariciaba su destino.

 La tibia paz quedó rota por los exaltados gritos que profería la madrastra fuera absolutamente de sus casillas al verla tan pancha tomando el sol y departiendo con las flores del jardín. Mientras tanto, la casa por barrer, la cocina por ordenar y el desayuno, suyo y el de sus hijas, por hacer. O sea, Cenicienta haciéndole corte de mangas a las manipulaciones madrastriles.

 ¡Lo nunca visto!

 Cenicienta tentada estuvo de levantarse y salir corriendo como alma que lleva el diablo en dirección a la cocina. Ahora bien, la intención de ponerse de pie se quedó en eso, en intención. En su lugar, se armó de valor y le plantó cara a la madrastra. Le dijo con voz segura que ella no era la criada, y que, a menos que la tratasen con respeto, ni tan siquiera les enseñaría a hacerse el desayuno ellas mismas. Obviamente, la madrastra se indignó indignadamente al más puro estilo madrastril, e irguiendo el cuello, después de haberle echado pimienta al volcán de su indignación, soltó un alarido que retronó en todos los confines del reino.

 ¿Qué crees que hizo Cenicienta?

 “¿Llamar al hadamadrina?”

 Mmmmm… es una posible solución. Llamarla directamente no la llamó, en vez de ello se puso a practicar sus enseñanzas. Por consiguiente, le dijo con voz aún más calmada si cabe, que no era sorda y que no hacía falta que le gritase. Su calma así como sus educadas maneras, arropadas en asertiva contundencia de defensa de sus intereses, enervaron más y más a la madrastra, la cual empezó a proferir amenazas de todo tipo, insultos variopintos y cabreos dignos del Guiness. Ante semejante espectáculo, Cenicienta resolvió largarse de allí dejando a la madrastra ahogarse en su propia ira.

“¿Por qué se fue Cenicienta?”

  •  El hada madrina  le enseñó que, cuando alguien nos insulta y amenaza, lo sensato es largarse y dejar a la persona que resuelva su ‘vesubio’ particular. Consecuentemente, era de esperar que la madrastra no dejase el asunto en ‘pérdida de la batalla para algún día ganar la guerra’.

Dado que llevaban tanto tiempo acostumbradas a ningunearla de lo lindo, tenerla de ‘chacha para todo’, y ‘felpudo donde se limpiaban los pies y otras cosas más’, consecuentemente, volvieron a la carga. Y, esta vez la madrastra disparó balas de ‘última generación’, o sea, que se preparó una de insultos para largárselos en plena línea de flotación de la autoestima. Había pensado en decirle que ‘ella era la vergüenza de todas las mujeres, la deshonra de la familia, la humillación del apellido de su padre…’ Maldades a las que sus hijas habían añadido la siguiente: darle a conocer que ella era adoptada. Su madre la había abandonado al nacer debido a que ella nació envuelta en mal olor y ningún hada madrina había osado acercarse para bendecirla con su magia.

 "¡Caramba, qué mal yogur! ¡Eso si es que tenerlo caducado de verdad!”

 Las hijastras del padre de Cenicienta, hijas de su segunda esposa, se dedicaron a vomitar insultos toda vez que se cruzaban con Cenicienta pero, ella, colgó, en la cocina, el siguiente letrero:

  • ‘¡QUE OS DEN…! SI NO QUEREÍS MORIROS DE HAMBRE, APRENDED A COCINAR. COMO SOLÍA DECIR LA MADRE DE MI MADRE, QUIEN QUIERA CRIADOS QUE SE LOS CRIE.’

 “¡Brrggrrrrrrggggggggg!”, se oía constantemente gruñir a las hermanastras. No obstante, Cenicienta estaba decidida a darles en los morros y pasar de ellas toda vez que con su inglamurosa presencia la obsequiaban. Cuando la pillaban en el jardín tomando el sol y disfrutando de su capuchino, ella les paraba los pies diciéndoles que cada uno debía asumir la responsabilidad de sus vidas. Ella, en concreto, no pensaba hacerle nunca más los deberes a nadie. Lo cual significaba que ni les volvería a planchar, ni a hacer el desayuno, ni nada de nada.

 “¿Sólo eso?”

 No, obviamente. Asimismo, les plantaba cara que es como decir que les ponía los límites, es decir, toda vez que la atacaban y faltaban al respeto largándole adjetivos descalificativos –léase anti piropos-, ella les respondía con preguntas o con declaraciones de principios que las dejaba perplejas y patidifusas.

“¿Cómo cuáles?”

  •  Por ejemplo, “¿Cómo es que según vosotras soy una desconsiderada egoistona?” O, “Cuando decís tal cosa, ¿qué queréis decir?”

 “Ahh… Gracias por la aclaración”.

 La ira crecía y crecía en el interior de las hermanastras y de la madrastra porque, sin Cenicienta que limpiase la casa, barriese sus alcobas y asease sus vestidos ellas parecían unas vulgares pordioseras además de feas, desaliñadas, malhabladas, iracundas (o sea, cabreadas como monas). Y, encima, teniendo que comer comida de lata porque… ¡no sabían ni freírse un huevo!

 Ah, la envidia, el odio y la maledicencia.

Ah los celos que ciegan el corazón y sólo tejen venganza.

Así fue como decidieron dedicar sus esfuerzos a socavar los cimientos de la estima femenina de Cenicienta. La odiaban por ser bella, educada, elegante, inteligente y gentil. Las damiselas de diadema floja no soportan a las mujeres inteligentes. Las odian por definición pues con su sola presencia les muestran que tanto la inteligencia como la dignidad no están reñidas con la feminidad. Nos obstante, esto es algo que las damiselas de diadema floja no quieren oír ni de lejos. Ellas, feas o guapas, sepultan su dignidad debajo de mentiras y falsificaciones quedando así ‘libres’ –eso, al menos, creen ellas-, para dedicarse a engañar a propios y a extraños saliéndose con la suya sin necesidad de usar sus neuronas excepto para idear maldades con las que vilipendiar a otra mujer, si a ésta se le ocurre ser auténtica y genuina.

 Así fue como la madrastra y sus hijas, o sea, las hermanastras, idearon un plan para desprestigiarla ante los hombres del reino, máxime cuando supieron que el príncipe del reino buscaba esposa. De todos es sabido que las damiselas de diadema floja sin un marido se consideran unas  fracasadas. Por consiguiente, ellas tenían que conquistar al príncipe.

Por cierto, solo las reinas y las hadas madrinas saben que los príncipes azules destiñen, además de no existir…

No obstante, esa, es otra historia.

 Volvamos, a las hermanastras. 

 El complot para ligarse al príncipe pasaba por varias fases, además de esconderle la información relativa al baile en palacio (tiraron a la basura la invitación que a nombre de Cenicienta había llegado), se pidieron hora urgente en el cirujano plástico del reino y para allá que fueron a hacerse un ‘cambio radical completo’, o sea, que se pusieron un buen par de tetas –ya se sabe aquello de que ‘dos tetas tiran más que dos carretas’ Y, ellas querían tirar del… carro del príncipe-, se achicaron la nariz, se levantaron los pómulos, y le dieron un relieve a su labios (elevación que hubieron podido solucionar con un buen soplamaco… ¡Qué quieres que te diga!) La cirugía pudo disimular la fealdad física pero nada pudo hacer con la interior: a los ojos de un alma sincera seguían siendo igual de feas y malvadas, así como oscuras las energías que moraban en sus alforjas.

Dado que no hay noticia palaciega que esconderse cien años pueda, Cenicienta se enteró de lo del baile y decidió ir a ligarse al príncipe porque sabía que, si la conocía, con toda certeza, la pediría en matrimonio. Al fin y al cabo, los príncipes suelen tener buen gusto.

 ¿O, ¿no?

 En estos planes andaba metida, cuando el hada madrina se presentó. Cenicienta estaba a punto de meter la pata, y eso mucho antes de perder el zapato.

 “¿Por qué?”

 Porque una reina, o sea, una mujer digna de sí misma no pierde el culo ni nada a las doce de la noche.

¡Oh!, lo olvidaba, lo de las doce es hacia el final del cuento. Primero viene lo de la calabaza y la carroza. Pues bien, Cenicienta necesitaba al hada madrina urgentemente para ir a palacio. Caso de ligarse al príncipe, podría desposarse con él lo cual a buen seguro que la sacaría de su miseria y de su soledad. Esto es lo que pensaba Cenicienta, porque las enseñanzas del hada madrina aún estaban en proceso y no habían llegado al capítulo de ponerse la corona y asumir las riendas emocionales de su vida. No es que el hada madrina estuviese en contra del amor, no, más bien estaba a favor de relaciones donde la dignidad de una mujer no tuviese que ser dejada de lado en pro de ligarse a un señor, y ya sabemos que el príncipe no es azul y encima, destiñe.

 A todo esto, he de decirte que el hada madrina se negó a convertir la calabaza en carroza para que Cenicienta fuese a perder el ‘oremus’ a palacio.

  •  “¿¡Qué pasó con el cuento!? ¿Cómo fue Cenicienta a palacio?”
  •  Sencillamente fue por sus propios medios, es decir, que no fue disfrazada de nada, ni disimulando nada de nada. Fue auténticamente como era, esto es, fue en un descapotable fantástico comprado con los ahorros de su trabajo, un coche que tenía más de… ¡veinte años! O que acaso pensabas que tenía un súper coche último modelo de los más caros del mercado, ¡ni que fuese una pija!

 Bueno, no hubiese pasado nada de haberlo sido, ¡qué caramba!

 ¿Tengo algo contra las pijas?

En principio, no. Salvo que ‘pija’ sea sinónimo de tonta del ce-u-ele-o, de creerse superior a otras personas que tienen menos dinero o posición social, o tonterías varias. Sólo eso.

El hada madrina la animaba a ser ella misma sin disimulos ni oropeles falsos.

 

  • ‘Si alguien se enamora de ti’, solía insistirle, ‘deberá hacerlo de tu autenticidad. Así pues, que lo que vea sea lo que hay’.

 

Cenicienta aprendió de memoria que sólo mostrando quien era en su alma lograría atraer a su alma gemela. El fingir sólo atrae mentira, porque ‘lo igual atrae a lo igual’, que es como decir que lo ‘que hay en nuestra vida es un reflejo de lo que llevamos dentro’. Consecuentemente, las hermanastras sólo lograrían engañar temporalmente a un hombre que mereciese la pena, porque tarde o temprano se les vería el plumero y otras cosas…

 Cenicienta se arregló para el baile de palacio. Se puso su mejor vestido, uno que se había comprado para la ocasión, el cual resaltaba su silueta. A juego se puso unos zapatos que daban alas a sus pies y elevaban su corazón. Estaba ansiosa por saber si el príncipe era un hombre tan guapo como decían. A ella le gustaban los hombres guapos, pero si eran estúpidos… se le cortaba la magia. Recordaba un apuesto caballero que conoció en un baile de verano. Se cayeron bien, y comenzaron a charlar. La magia se esfumó cuando ella dijo una palabra que él no entendió…

 “Mmmmm… eso no es tan malo, ¿no?”

 No, claro. No pasa nada por no conocer una palabra o desconocer su significado. Lo que a Cenicienta no le gustó nada fue el cómo reaccionó él. Él le dijo, más a modo de reproche insultativo que de comentario:

 ‘Vaya, ¡qué fina eres!’

 Ante lo cual, Cenicienta le mandó a paseo con viento fresco. Se le antojó un soplagaitas de mucho cuidado. Por supuesto que no todos los príncipes ni todos los caballeros son igual de soplagaitas. Razón por la cual es necesario entrevistarles.

 “¿Entrevistarles?”

 Sí, así es. Entrevistar es sinónimo de preguntar. Hay que hacer preguntas con el propósito de averiguar si es mendigo emocional o rey.

Recuerda que los príncipes no son azules y encima destiñen.

 Volvamos al día del principesco baile.

 Cenicienta sabía lo que quería. Había averiguado de la mano del hada madrina cómo le gustaba que la amasen y tratasen. Consecuentemente, se fue al baile decidida a averiguar si el tal príncipe merecía la pena o no. Al fin y al cabo, el príncipe no iba a ser el único caballero presente, bien podía conocer a otro que le placiese más o fuese más parecido a ella… El hada madrina la había prevenido: ‘Haz que te enseñe la patita por debajo de la puerta. Hay mucho lobo con piel de cordero.”

  •  “Y, ¿las doce? ¿Qué hay del zapato de cristal y de las doce?”
  •  ‘Las doce’ es un símbolo, una señal, un referente… Una forma que el hada madrina encontró para recordarle a Cenicienta que debía medir los pasos, respetar las fases de una relación, y no lanzarse de cabeza a los brazos del primer príncipe que pasase por allí sólo porque el corazón le empezase a hacer ‘pum pum pum’ o ‘patapúm’… Las famosas mariposas del estómago la lían más que la clarifican. Por consiguiente, si te mareas, es decir, si te enamoras, no conduzcas.

 Cenicienta subió los peldaños de la escalera palaciega. Iba resuelta a pasárselo bien, tranquila y confiada. Era una ganadora, no en vano había sido capaz de darle en los morros a la madrastra y a sus hijas dejándolas con la cocina repleta de cacharrobhs sin fregar, los muebles envueltos en polvo propios de las momias de Egipto, la ropa de éstas sin lavar ni planchar y el correo sin recoger. Nunca más le permitiría a nadie que la explotase ni faltase al respeto. Había aprendido de memoria que nadie nos hace sentir inferiores sin nuestro consentimiento. Las había mandado a paseo, ¡que se preparasen ellas mismas su desayuno, y si no, que se pusiesen a dieta!

 Al llegar arriba, un lacayo le indicó en qué dirección estaba el salón del baile. Resuelta se dirigió hacia su destino.

 Estaba lleno de parejas que alegres danzaban bajo la diligente batuta del director de orquesta. La melodía alcanzaba a las flores del jardín palaciego que envueltas en claro de luna se dejaban llevar en brazos de la noche. Rítmicamente las notas parecían abrazar el corazón de Cenicienta y como si de un sueño hecho realidad se tratase se encontró de repente bailando cara a cara con… su destino. Ella no sabía que era el príncipe -bueno, ya he dicho que no existen ni son azules y además destiñen, pero así era el cuento-…

“¡Mucho mejor!”

 Absolutamente de acuerdo.

 Éste le pareció simpático y muy atractivo. Tenía una conversación agradable, amena e inteligente. Pero ni todos sus atractivos le hicieron olvidar que ‘antes que mostrar has de preguntar’, o lo que es lo mismo, rasca para saber si es oro o pátina de engañabobas (o sea, de damiselas embobadadas).

 Cenicienta preguntó, escuchó, preguntó más, siguió escuchando y preguntó de nuevo. Y, así entre preguntas y respuestas, y más preguntas y más respuestas y más…, transcurrió la noche… hasta que la hora mágica llegó, o sea, la medianoche. Cenicienta supo que tenía que salir corriendo de allí, no fuese a ser que cerrasen las puertas del castillo y quedase atrapada sin poder regresar a sus dominios propios.

  •  El príncipe, que ya sabemos no era príncipe ni azul y encima desteñía, trató de que Cenicienta se quedase, pero ésta insistió en largarse. Ella le aseguró que si estaban hechos el uno para el otro, se volverían a encontrar: tan solo tenían que darse ‘una señal’, algo que les permitiese reconocerse entre la multitud aunque mil años hubiesen transcurrido.

Acordaron quedarse cada uno con la definición del otro, esto es, con la información esencial acerca de qué les hacía únicos y especiales… En esas estaban, cuando Cenicienta se apercibió que las doce iban a sonar y el cuento se iba a esfumar. Y, sin dejarle terminar se largó a toda mecha, corriendo cuanto podían sus piernas abarcar y sus pies distancias recorrer… Un zapato perdió en la escalera, una palabra que no acertó a recoger a tiempo, un suspiro que su alma olvidó prendido en la solapa del recuerdo.

  •  Y, al dar las doce…el cuento se esfumó.
  •  Cenicienta regresó a su realidad cotidiana, que viene a ser lo mismo que la realidad nos abofetea para hacernos reaccionar y asumir las riendas de nuestra vida.
  •  Un zapato olvidado en la escalera del destino.
  • Un príncipe –que ya sabemos que no son azules y que además destiñen-, salió en su búsqueda. Hizo que aquél zapato se lo probasen todas las damas casaderas del reino, que viene a ser lo mismo que salir de ligue a tontas y a locas, esto es, salir al mundo emocional sin saber ‘cómo nos gusta que nos amen’, ‘qué es innegociable para nosotros’, y ‘qué lo es y por qué’. Sin una definición precisa de lo que buscamos es difícil que podamos reconocerlo cuando nos lo encontremos. En vista de que no conseguía dar con nadie con un pie que cupiese en el zapato, el príncipe –que ya sabemos que…-, decidió cambiar de estrategia y llamó al hada madrina, la cual le enseñó que para hallar a nuestro par hay que brillar la luz que somos, es decir, mostrarnos tal cual somos además de no conformarnos con lo primero que llega a nuestras vidas. Cuando uno persigue su sueño acaba por encontrárselo. Por consiguiente, no hay que conformarse con la opción menos mala, en vez de ello hay que persistir en hallar nuestro sueño.

 Cenicienta era una realidad, un sueño real. Ella se había convertido en lo mejor de sí misma, había asumido su fuerza y puesto la dignidad por corona. Era una bella mujer de esbelta integridad que brillaba su singularidad, mostraba su alma y dirigía su destino.

El príncipe –que ya sabemos que…-, seguía buscándola y buscándola, sabía que ella era real por eso no se conformaba con nadie que no fuese ‘ELLA’. Ni todas las damiselas del reino juntas alcanzaban a juntar ni un gramo del valor que ella, Cenicienta, tenía por sí misma debido a su autenticidad.

 O, ella o, ninguna. Así fue como Cenicienta aprendió a ser mágica, digna y respetuosa consigo misma de la mano de un hada madrina que la llevó a aprender que nadie es más que nadie, que nadie tiene derecho a humillarnos, que a nadie debemos permitirle que nos trate mal puesto que ‘fomentamos aquello que permitimos’.  Al igual que, ninguna mujer debería conformarse con gustarle o atraer a un hombre por su físico o ‘posesiones materiales’ (léase, zapato). Quien la ame, la tiene que amar por su alma. Así fue como, Cenicienta, dejó de ser Cenicienta, y pasó a llamarse DIGNIDAD.

  •  Y, ¿qué pasó con el zapato y el príncipe?”
  •  Mmmm…. Se encontró con Dignidad cuando él estuvo dispuesto a ponerse la corona y medirse con una reina igual.
  • Porque una reina, se pone los zapatos que le da la real gana y se los paga ella.
  •  “¡Faltaría más!”

 

  • Ya sabes, si vas por la vida de Cenicienta, sólo te encontrarás con una ‘alelHada’ que te hará ver carrozas donde sólo hay calabazas y te presentará a príncipes que no son azules y encima destiñen.

  

 Moraleja o ‘metamensaje’:

 Ve por la vida de DIGNIDAD y búscate un hada madrina que te enseñe a brillar tu luz y a conseguir las cosas por ti misma. Sólo mostrando quién eres a un igual podrás atraer.  No olvides comprarte un par de zapatos con alas.

¡Faltaría más!

 

(C) MENOS CUENTOS Y MÁS HADAMADRINING

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