El Propósito de esta publicación es aportar a las maestras y a los padres y madres de familia un instrumento sencillo y natural que les ayude a charlar con sus alumnos sobre las emociones, el papel que cumplen y enseñar a conocer las propias emociones (saber percibirlas, controlarlas y gobernarlas) saber identificar las emociones de los otros y empatizar con ellas.
Propósitos específicos
Poner nombre a las emociones y, por lo tanto, enseñar a sus alumnos el abecedario emocional. No olvidemos que, para poder manejar una emoción, es imprescindible saber el nombre de esa emoción que sentimos.
Enseñar qué síntomas tiene cada emoción y, por lo tanto, poder percibirla en ellos mismos. Si un niño no sabe qué síntomas tiene, por ejemplo, la ansiedad, como le pasa a Lucía en el cuento «A Lucía le pesan los zapatos», cuando sienta esa emoción no podrá reconocerla. Y, en conclusión, no podrá controlarla.
Mostrar maneras de controlar y gobernar positivamente una emoción. En los cuentos veremos cómo los personajes han sabido controlar y manejar sus emociones de maneras adecuadas y también erróneas. Por ejemplo, Pablo, en el cuento de «Los cerezos de Villa Salada», aprende que la envidia sirve para reconocer lo que uno desea y no tiene, y que, por lo tanto, si sabes controlarla y manejarla, te puede ayudar a conocerte mejor. Las maestras, para ayudar al niño a controlarse, deberán enseñarle a relajarse y, en ocasiones cuando el niño esté alterado, tendrán que comprender su estado de ánimo escuchándole o abrazándole. Después, una vez calmado, podrán aconsejarle dándole alternativas para encontrar una solución que le ayude a superar y canalizar esa emoción.
Instruir sobre cómo empatizar con las emociones de los demás y cómo ayudarles a regular sus sentimientos. En todos los cuentos hay algún personaje, como el papá de Berta, al final del cuento «Los juegos de Berta», que ofrece a la hija pistas para que sea consciente de los efectos que su conducta provoca en los demás y poder así comprender lo que los otros sienten.
Diseño
Mostrar cuatro cuentos donde se presenten diversos personajes infantiles que viven situaciones que les provocan emociones difíciles de manejar:
- El descontrol emocional
- La falta de empatía
- La envidia
- La tristeza
Cada situación se va resolviendo de distinta manera a lo largo del relato.
“A Lucía le pesaban los zapatos”
A Lucía le pesaban mucho los zapatos cuando su padre la llevaba por las mañanas camino del colegio. —Vamos, Lucía, que llegamos tarde —le decía su padre mientras tiraba de ella. —No quiero ir. ¿Por qué no te quedas conmigo en el colegio? Hoy nos va a enseñar la Miss las letras. —Yo ya me sé las letras, Lucía. Y además tengo que irme a trabajar —le respondió su padre con paciencia.
—No me gustan las letras que me enseña la Miss —dijo enojada Lucía — Siempre es Ignacio el que se las sabe todas. —Se quedó pensativa—. Además, para qué me sirven las letras, si mamá me lee los cuentos por la noche.
A ella lo que sí le gustaba era que su madre le leyera cuentos antes de irse a dormir.
Era su momento favorito. Acurrucarse a su lado mientras le hablaba de una cebra a la que se le fugaban las rayas de su vestido. O escuchar la historia de Juanito y las habichuelas mágicas. Mientras su madre leía, ella miraba hacia un punto fijo y se concentraba mucho en lo que escuchaba.
Y se subía con facilidad al mismo árbol por el que trepaba Juanito, o se iba con la cebra a recuperar cada una de las rayas que había perdido. Pero eso de leer… No le hacía ninguna gracia. Confundía la de de dedo con la pe de perro.
Y, además, ella nunca se atrevía a responder cuando la profesora hacía una pregunta en clase. Miraba a su alrededor y pensaba que los demás niños se sabían la respuesta mucho mejor que ella. Era como si alguien invisible le borrara de la frente con una goma todas las ideas que tenía en la cabeza.
Su padre la dejó en el colegio, pero a regañadientes. Aquella mañana, Miss Margarita sacó un gran cartelón en el que aparecía la letra jota y una palabra: jabón.
—A ver, quién me dice más palabras que empiecen con la letra jota. Lucía se escurrió en el asiento y se colocó de forma que la Miss no la pudiese ver, no fuera a ser que le preguntara a ella. Y se puso a dibujar nerviosa muchas jotas en el margen de su libro de Lengua (J J J J J J…). Su corazón se puso a palpitar sin control, bum bum, y se llevó la mano a la frente. Como siempre, tenía esa sensación de que alguien le borraba las ideas…
—¡Jirafa! ¡Jamón! —se adelantó Ignacio—. ¡Esta letra está regalada! — Lucía, di alguna palabra más —se dirigió a ella Margarita, buscándola con la mirada por entre las cabezas de los demás niños. —¡Jarrón! ¡Joroba! —se volvió a adelantar Ignacio.
—Bien, Ignacio. Pero le estoy preguntando a ella. Tú espera tu turno. A ver, Lucía, te escuchamos. Por más que miraba y volvía a mirar la cantidad de jotas que había escrito en su libro, no se le venía a la mente ninguna palabra con esa letra. Solo la palabra «delfín», y luego «leopardo» y «pelusa»… Pero esas no empezaban con la letra jota. Y lo que era peor: la Miss y todos sus compañeros seguían mirándola. Se dio cuenta de que tenía la cara ardiendo y colorada, y se escondió aún más en su silla. Le entraron unas ganas locas de meterse debajo de la mesa, y con enojo pensó que la letra jota la había abandonado. —Bueno, no pasa nada. Ya te acordarás. Mañana seguro que se te ocurre alguna palabra con esta letra —dijo Miss Margarita, con gran alivio de Lucía, que recuperó su postura en la silla. Su corazón dejó de latir y notó que su cara poco a poco dejaba de estar colorada y caliente. El momento malo había pasado.
Durante la clase repasaron la letra jota y la ka, y entre todos hicieron un gran mural dibujando libros a los que les salían alas de las páginas, caballos que llevaban a caballeros andantes, y burros que cargaban con escuderos gordinflones. Es que faltaba poco para celebrar el Día del Libro. Pero Lucía no quiso casi participar del mural ni de los juegos en el patio. No hacía más que pensar en que esa letra jota la había abandonado, y seguro que también el resto de las letras. Cuando llegó a casa no quiso jugar ni tampoco meterse en el baño, y eso que era lo que más le gustaba en este mundo; meterse en la bañera con los animales que le dejaba su hermano, a los que limpiaba con una esponjita, remojaba una y otra vez, y les hacía hablar entre ellos.
Cuando los animales estaban cansados de jugar, que era justo cuando la cena ya estaba preparada, entonces se acababa el baño.
Y mientras se ponía la pijama, las dos jugaban al veo veo. ¿Qué ves? Una cosita, con la letrita, letrita…
Pero esa noche no estaba para adivinanzas. Durante la cena no quiso comer. Que no, que no tenía hambre, que le dolía la tripa, decía mientras miraba sin energía hacia el centro del mantel, como si fuera una muñeca de trapo. Su mente estaba en lo que había pasado por la mañana. Se acordaba todo el rato de Ignacio, y se veía en medio de la clase, muda como un pez, sin acertar a decir nada de lo que Miss Margarita le preguntaba. Se vio muy pequeña, diminuta, subida encima de un pupitre en medio de un aula muy grande, y rodeada de muchos niños que no hacían más que mirarla. —¿Te pasa algo, Lucía? —le preguntó su madre.
—Nada. No me pasa nada. No tengo hambre y me duele la tripa, nada más.
—Está bien. Pues entonces será mejor que te vayas a descansar.
Se acostó, como todas las noches, abrazada a Josefina, su tortuga de peluche, con la vista fija en el techo, como si de allí fueran a caer unos polvos mágicos que le iban a hacer dormir del tirón hasta la mañana siguiente. A veces esos polvos mágicos no caían, y a media noche se despertaba asustada porque había soñado con que no encontraba a su mamá, o que la regañaba un señor feo que tenía unos dientes sucios y negros.
A punto estaba de dormirse, cuando empezó a oír un ruido, como si alguien estuviera rascando con poca fuerza una pared. A pesar de lo extraño que era, no sintió miedo, sino curiosidad. Se incorporó en la cama y, muy abrazada a Josefina, fijó su vista en el cesto de los zapatos: allí los dejaba todos los días y de allí venía ese ruido extraño.
Sus ojos empezaron a abrirse más y más cuando vio salir de sus botas, de uno en uno, a unos seres diminutos que de manera ordenada y sin hacer mucho ruido se fueron sentando en su alfombra, al lado de la cama. Cuando ya dejaron de salir, ella asomó la cabeza hacia el suelo y vio allí, a sus pies, a un grupito de letras que la miraban.
—Hola, no nos mires así… —dijo la letra jota— somos las letras. Nos fuimos de tu cabeza y hemos estado dando vueltas por ahí hasta que nos hemos cansado. Llevamos un par de días metidas en tus zapatos. Sueltas no servimos para nada, pero si tú nos combinas, podemos hablar de muchas cosas — Lucía no podía abrir más los ojos del asombro—. ¿No tienes sueño? Pues escucha. Y empezaron a hablar de manera ordenada: —Yo soy la a de avispa. Recuerda, de avispa, que cuando veas una cerca no tienes que moverte del sitio, porque te clavará el aguijón si cree que la estás atacando. —Yo soy la letra b, de barco.
—Yo soy la letra c, de colibrí. Es el pajarillo más pequeño que existe en la Tierra, y que tiene un pico muy largo y frágil.
—Yo soy la d, de damas. Las damas es un juego en el que hay un tablero de cuadros blancos y negros sobre el que se ponen unas fichas, blancas o negras, y que van dando saltitos de cuadrado en cuadrado, así, rectas, hasta que van y se comen a otra ficha…
—¡Eh!, para, para, no te enrolles, que estamos esperando las demás…—alzó la voz la letra e—. Yo soy la e, de estrella. Recuerda, de estrella. ¿Sabes quién creó las estrellas? Mira, yo estuve una vez en un cuento que decía que fue un señor al que no le gustaba la noche. Por eso, un buen día se subió a un cerro muy alto, se puso de puntillas, hundió su dedo en el cielo oscuro, y de allí salió un puntito de luz. Y se puso tan contento, que abrió agujeritos por todas partes.
—Ahora me toca a mí. Yo soy la letra f, de flauta. A la flauta se le llama instrumento de viento porque, según la melodía que toques, sopla el viento frío del Norte o el viento caliente del Sur. —Yo soy la letra g, de gato.
—Ya —dijo divertida Lucía —. No me digas lo que es un gato, que ya lo sé. Mi tía China tiene uno.
Se llama Magdalena. De vez en cuando lo sacan a pasear por la casa, por eso hay que tener mucho cuidado para no pisarlo —y la letra g sonrió complacida.
—Yo soy la h, de… Bueno, yo no sueno a nada, sólo acompaño a otras letras. Por ejemplo… ¡la hache de huevo!
—Bueno, bueno, tampoco me expliques lo que es un huevo —levantó la mano Lucía, divertida. Cada vez se iba encontrando mejor y ya no se acordaba de Ignacio ni se veía subida en el pupitre de su clase.
—Yo soy la letra i, de imaginación. Pero antes de que empezara a hablar, Lucía dio un largo bostezo y se le cerraron los ojos. Ella no se dio cuenta, pero del techo le cayeron sobre los hombros y la cabeza unos polvillos que hicieron que se fuera resbalando poco a poco dentro de la cama, hasta que se quedó dormida.
Por la mañana se despertó entusiasmada. No sabía por qué, pero tenía muchas ganas de ir al colegio. Desayunó deprisa su tazón con cereales y, antes de que su padre se hubiera preparado, ella ya estaba peinada y lista para salir.
Y se sentó en el sofá a esperar. Mientras su padre preparaba también sus cosas, su madre se acurrucó contra ella.
—Por qué estás tan contenta, si puede saberse, claro. Anoche te dolía todo y tenías cara de que se fuese a acabar el mundo. —Mami, esta noche he encontrado a la letra jota, que se me había perdido. La letra jota de jaleo, de jarrón, de japonés. A Lucía le brillaban los ojos. Y le contó a su madre lo que le había ocurrido aquella noche. Y también le contó por qué no quería ir al colegio por las mañanas. —Pues ya ves que la letra jota y todas las demás estaban dentro de tu casa. Solo tenías que dejarlas entrar en tu cabeza… Y, además, su madre le contó que ella de pequeña también tenía mucho miedo a no saberse la lección en clase y se ponía muy nerviosa, tan nerviosa como Lucía. Pero que su padre le había enseñado un truco: solo había que cerrar los ojos, respirar hondo y dejar que entrara el aire, que es de color azul, hasta el estómago. Mmmmmm Ffffffffff. Despacito. Y también le decía que se susurrase a ella misma palabras de ánimo. Tú puedes, tú puedes…
Lucía se quedó mirando un punto fijo en la alfombra, como si estuviera grabando en su cabeza lo que acababa de escuchar. Hasta que apareció su padre, que ya estaba listo. Lucía dio un abrazo a su madre (y ella otro, claro) y salió echando chispas hacia el colegio. —Espera, Lucía, que no puedo andar tan deprisa —le dijo su padre, mientras ella tiraba de él. Y es que esa mañana los zapatos no le pesaban y sus pies andaban más rápidos y ligeros que otros días.
Cuando entró en clase, le pareció que la tripa se le había llenado de hormigas que brincaban como si estuvieran en una fiesta. Pero estaba contenta. Todos sus amigos estaban allí, más juguetones que otros días. Incluso Ignacio le pareció más simpático que de costumbre. Cuando llegó Miss Margarita, el sol entraba perezoso en la clase y todos se fueron sentando en sus sillas. Después de dar los buenos días, propuso que alguien empezara a recordar todas las letras que habían aprendido hasta
entonces. Y les enseñó el gran cartelón lleno de letras. Lucía aprovechó un despiste de Ignacio, que siempre levantaba primero la mano, y se ofreció voluntaria. Su corazón empezó a palpitar más de la cuenta y notó cómo se ponía colorada.
—A ver, Lucía, empieza por la a. Cerró unos segundos los ojos y respiró hondo el aire de color azul, como su madre le había dicho. Mmmmmm Ffffffffff. Despacito. Dejó de oír su corazón y se sintió mejor. Entonces, se levantó de la silla y carraspeó un par de veces, como hacen los artistas cuando van a empezar a cantar. Se acercó al pizarrón, se giró hacia sus compañeros y, señalando con el dedo cada una de las letras del cartelón, empezó a recitar: —Esta es la a de avispa. La b de barco. La c de colibrí. La d de damas. La e de estrella…
Se quedó parada un momento. Levantó la cabeza y miró a todos los niños, que también la miraban a ella. Se le vino una sonrisilla a la boca y se atrevió a decir: «!Ah!, ¿y saben quién creó las estrellas? Pues un señor a quien no le gustaba la noche. Por eso, un día se subió a un cerro muy alto, se puso de puntillas, hundió su dedo en el cielo oscuro y de allí salió un puntito de luz. Y se puso tan contento, que abrió agujeritos por todas partes». Notó que su corazón ya no sonaba (esa era una buena
señal) y que sus pies la llevaban derechita a su silla como si tuviera alas. Lo que pasó después, no importa. Tampoco lo que pensaron sus amigos, lo que le dijo Margarita… Esa noche se acostó feliz abrazada a su tortuga Josefina.
PREGUNTAS ORIENTATIVAS SOBRE EL CUENTO
• ¿Qué emociones aparecen en el cuento? ¿Cuál es la emoción más importante?
• ¿Te has sentido alguna vez así? ¿Qué situaciones te provocan estas emociones?
• ¿Por qué le pesan tanto los zapatos a Lucía cuando va al colegio?
• ¿Cómo se siente Lucía cuando Miss Margarita le pregunta por palabras que empiecen por la letra jota?
• ¿Por qué Lucía está distinta esa tarde?
• ¿Qué le ocurre en el sueño?
• ¿Qué le recomienda mamá a la mañana siguiente?
• ¿Cómo se siente Lucía cuando va al colegio ese día?
• ¿Qué hace cuando la Miss le pregunta de nuevo?
Todos hemos sentido ansiedad en numerosas ocasiones. La ansiedad nos bloquea y nos impide comportarnos con normalidad. Pero los niños la viven aún con mucha mayor intensidad porque no han aprendido a manejarla. El aprendizaje de esta emoción necesita especialmente del apoyo de los padres y las madres. Tenemos que enseñarles a reconocerla, a saber manejarla y, con el tiempo, a controlarla. Este aprendizaje es muy lento, pero vale la pena insistir, porque en el futuro les será muy útil.
Lucía tiene miedo a fracasar cuando la profesora le pide que lea en alto. Ella cree que todavía no sabe leer y esto la remueve por dentro. Nuestros pensamientos y nuestras emociones están estrechamente relacionados. Si pensamos que no sabemos hacer algo, nuestro cuerpo reproduce esa sensación de malestar. Esto mismo pasa con muchas emociones, con el miedo, la rabia, etc. Por eso es importante que les enseñemos a nuestros hijos la relación que existe entre lo que piensan y lo que sienten, y cómo deben controlar sus pensamientos para que no se disparen en los momentos de ansiedad. Por ejemplo, aportándoles ideas que deben decirse a sí mismos (autoverbalizaciones) cuando se enfrentan a situaciones de ansiedad: «tranquilo, no pasa nada si no sale bien», «si me equivoco, seguro que mamá me ayudará a mejorar», etc. Es importante que sepamos observar las emociones para poder intervenir. Estamos muy poco acostumbrados a leer el lenguaje no verbal de los alumnos, y en muchas ocasiones su cuerpo dice mucho más que sus palabras (los niños no son nada verbales). En el cuento, su madre le pregunta: «¿Te pasa algo, Lucía?». Es muy importante estar atentos e intentar que el menor exprese lo que siente y se sienta escuchado. Cuando Lucía se enfrenta al momento más tenso —cuando la Miss pregunta sobre letras que empiecen con la jota—, sufre un momento de descontrol emocional.
Todo su cuerpo le está hablando: su corazón palpita más rápido, las ideas se borran de su cabeza, etc. Cada persona tenemos una forma singular de expresar la ansiedad. Es importante reconocerla, el cuerpo nos avisa y debemos aprovechar sus señales. Nuestros alumnos y alumnas seguro que tienen su manera singular de expresarla. Si les hacemos conscientes de cómo la expresan, les estamos ayudando a manejarla. Esto se logra describiendo lo que ves: «María, cuando estás nerviosa tiendes a gritar más», «Ya sabes que cuando te pase esto debes relajarte». Durante el desayuno, la madre de Lucía le da pistas sobre cómo bajar su descontrol y cómo relajarse: «cerrar los ojos, respirar hondo y dejar que entrara el aire, que es de color azul, hasta el estómago. Mmmmmm Ffffffffff. Despacito. Y poco a poco el cuerpo se ponía en orden». A nuestros alumnos les debemos enseñar algunas estrategias para relajarse.
En definitiva, este cuento nos aporta pistas para trabajar la ansiedad en nuestros alumnos, enseñándoles a saber reconocer los síntomas físicos que tienen las emociones y trasmitiéndoles estrategias básicas sobre el autocontrol.
Los cerezos de Villa Salada
En el parque de Villa Salada había un viejo árbol seco. Pablo Azafrán, un niño delgado y huesudo como las costillas de las barbacoas, se hizo muy popular porque organizaba concursos de chistes y canciones en las gruesas ramas de ese roble. Aunque Pablo ya había cumplido diez
años, por su voz frágil y delicada parecía que no pasaba de siete, pero sus chistes de ballenas y su habilidad para cantar los temas de La Oreja de Van Gogh retenían a muchos espectadores hasta que salía la luna dulce de las noches de primavera.
Hacía unos meses que se había instalado en el pueblo Reptilio Picante, un vendedor de naranjas y jugos. Su hijo Eduardo, que se libraba de exprimir naranjas porque siempre tenía las manos sucias y las uñas cortas, se acercó una tarde al parque, oyó cantar a Pablo Azafrán y dijo a viva voz para interrumpir el espectáculo:
—Este pequeño tiene voz de pollo y entona peor que los lagartos afónicos.
Cuando Pablo, enojado, dejó de cantar, Eduardo Picante se subió a la rama más alta que pudo y gritó: —¡Que no se escape nadie. Voy a ordenar a los niños de fuertes a débiles!
Y, sin más miramientos, bajó del roble y a empujón limpio puso en fila a amigos y enemigos y los clasificó como le dio la gana: Blanca Pimentón, que era grande como una adolescente, tenía derecho al primer puesto porque ella sola levantaba la mesa de su miss con libros y todo. Detrás
colocó a Vicente Limón, capitán del equipo de fútbol y sobrino del alcalde, un chico muy poderoso.
—Podríamos votar, no tienes por qué decidirlo tú solo —comentó Cristina Laurel. —Ni votaciones ni pamplinas —gritó Picante—, tengo
once años y mando aquí. Además, tú no te quejes, Cristina, que te he puesto más o menos en la mitad de la fila. —Ya. Ni fu ni fa… —suspiró Cristina decepcionada. Violeta Colorante, la hermana de la dueña de la tienda Dulzón, estaba satisfecha con los resultados. No eran para
dar alegres saltos de acróbata, pero sí podía sentir alivio: había quedado en un honroso séptimo puesto. Pablo Azafrán resultó ser el penúltimo más débil por delante de Margarita Cominos y por detrás de Ignacio Tomillo. Cuando se vio en ese puesto, Pablo pensó: «Si nos numeraran de altos a bajos, yo sólo sería el quinto más enano del pueblo». Poco después los siete más fuertes tuvieron derecho a subirse a las ramas del viejo árbol seco. Pablo Azafrán no pudo más, se fue a un rincón del parque y lloró a
escondidas. Le contó a don Federico Sal Gorda, el jardinero de Villa Salada, un hombre muy paciente y comprensivo con los niños y con las plantas, que sentía ganas de estrujar hojas caídas, arrancar caracoles de los troncos, morderse los labios y gritar en inglés (aunque no sabía inglés). —Entonces has sufrido un ataque de envidia —aseguró don Federico—. Tenías mucho éxito con tus concursos y ahora te sientes apartado. Ya no eres el líder... —¡Qué va! No es por querer ser el líder, es que en Villa Salada les gustan mis canciones y mis chistes. —No es malo querer destacar… —dijo el jardinero.
—¿Y eso de la envidia se cura? —interrumpió el chico.—Déjame pensar —contestó el señor Sal Gorda—, la envidia tiene poco remedio cuando te sientes rechazado por los demás. Sin embargo, si los fuertes y los débiles
colaboran entre ellos, alcanzan su verdadera potencia y la envidia hacia los musculosos disminuye un montón.
—Tú acuérdate de esta frase: «La unión hace la fuerza» —concluyó el jardinero mientras podaba los rosales. —Don Federico, ahora tengo ganas de saltar los jardines, de montar en bici y de hacerte cosquillas…
—Eso es bueno, estás sufriendo un ataque de entusiasmo. Pero escucha una cosa: si quieres que tus amigos sigan valorándote les tienes que proponer algo más interesante que ordenarse de fuertes a débiles. A la mañana siguiente, Pablo Azafrán se subió al árbol viejo del parque y
exclamó: —Atención, yo sé algo importante: la unión hace la fuerza… por eso propongo que entre todos quitemos este árbol seco y plantemos uno nuevo. Al instante Eduardo Picante llamó a Blanca Pimentón, a Vicente Limón y a Violeta Colorante. También a los otros tres mejor clasificados: Bernardo Piquillo, Almudena Chile y Maite Ketchup. Entre los siete
sansones tiraron con fuerza de las ramas como si fueran los cabellos largos de una niña y arrancaron el árbol de cuajo. —Vivan los fuertes—gritaban.
Pablo Azafrán, al que no habían dejado ni acercarse al árbol, volvió a sentir ganas de estrujar hojas de otoño, arrancar caracoles, morderse los labios, gritar en inglés. Don Federico Sal Gorda le propuso lo siguiente:
—Verás, vamos a ir tú y yo al vivero, tomamos un gran cerezo, lo trasladamos en el camión al centro del parque y así podrás decir: «¡Atención, miren qué árbol traigo! En dos semanas las cerezas se pondrán rojas y los niños de Villa Salada las podremos comer».
A Pablo le pareció una idea estupenda, seguro que Eduardo Picante no le impediría participar en la plantación y él podría sentir menos envidia.
Al poco rato, los niños del parque vieron que Pablo desde lo alto del camión decía: —¡La unión hace la fuerza! Tomemos azadas y picos,
palas y rastrillos y entre todos, fuertes y menos fuertes, plantemos este cerezo.
Pero cuando quiso anunciar que las cerezas rojas de junio serían para los niños, Eduardo Picante le interrumpió exclamando:
—Las herramientas para los robustos. Blanca, Vicente, Almudena… tómenlas ahora mismo, hagan un agujero que yo voy a plantar el árbol.
Tan grande era el enojo de Pablo que tomó muchas hojas de un fresno y las hizo picadillo. Luego vio unos caracoles trepando por un chopo. Se acercó con las manos abiertas y tensas como garras y…
De pronto oyó: —Pablo, escucha, deja en paz a los caracoles. Tengo una
idea mucho menos agresiva. El jardinero Sal Gorda le dijo algo al oído a Pablo.
Pablo se entusiasmó con la idea del jardinero. Varios días después, Ignacio Tomillo notó que su amigo Pablo iba menos al parque: —Pablo, ya no te quedas a jugar al futbol por las tardes.
—No nos has contado ningún chiste nuevo de ballenas—añadió Margarita Cominos. —Es que estoy harto de Eduardo Picante. Es un abusón. Cuando lo veo de jefe sufro ataques de envidia y rabia.
Además, don Federico y yo tenemos un plan. Ustedes me pueden ayudar si lo llevan en secreto. Llegaron días de sol. A Pablo Azafrán se le veía casi
siempre con el señor Federico aprendiendo trucos para trasplantar y cuidar frutales y árboles de sombra. Volvió el chico una tarde de junio al parque a regar los geranios y vio que Picante, subido en una escalera, comenzaba a recoger las cerezas ya maduras.
—¿Qué haces? —preguntó Pablo Azafrán. —¿No lo ves? Recojo mis cerezas. ¿Es que estás ciego, Mazapán?—contestó Eduardo Picante.
—Las cerezas son de todos los niños de Villa Salada —advirtió Pablo—. Y no me llames Mazapán, me apellido Azafrán.
—No, perdona, esta fruta es de los fortachones porque el árbol lo plantamos yo, Vicente, Blanca y compañía. Además, los debiluchos no necesitan comer gran cosa, Mazapán, porque no levantas ni árboles ni porterías de fútbol ni mesas escolares.
Después de reírse a carcajadas, Picante llamó a sus seguidores para que trajeran una cesta. Eduardo la llenó de cerezas y dijo:
—Las voy a repartir por orden de… ya sé… de guapos a feos. A Blanca, por sus largas coletas, le doy diez cerezas, a Violeta, ocho por sus ojos negros, y a Gabriel Vinagre, solo dos porque tienes cara de hongo arrugado, ja, ja.
Pablo se tapó los oídos. Empezó a notar síntomas más raros que los del ataque de envidia: ganas de convertirse en gota de mar o en buitre leonado o en zoombie. Pero en lugar de pegarle a los caracoles o pisar las hojas del suelo se subió a un árbol y dijo:
—Escuchen, chicos, les recuerdo que la unión hace la fuerza. Si nos unimos contra este abusón todos comeremos cerezas rojas del parq… Antes de acabar la frase, Pablo Azafrán había recibido un fuerte empujón de Eduardo Picante. Cayó Pablo al suelo y se hizo una herida en la rodilla. Eduardo preparó los puños para rebatir un posible golpe de Azafrán. Pero Pablo, en lugar de pegarle, se acercó a la fila de niños ordenados de
guapos a feos, y les contó, uno a uno, su secreto al oído. Eduardo, iracundo al ver que todos abandonaban la fila y despreciaban las cerezas de la cesta, gritó: —Díganme qué les ha dicho Pablo… no valen los secretitos, eso es de cobardes. ¡Regresen aquí! Su rabia se hizo gigantesca y comenzó a escupirles huesos de cerezas a sus amigos. Ellos los recogieron muy contentos y los plantaron en la tierra del parque.
—¿Qué hacen con esos huesos? ¿Están locos? ¿No piensan que puede nacer un solo árbol de unos huesos escupidos? Eduardo seguía lanzando semillas al aire con cara de orangután resfriado. Sus amigos abrían huecos en la tierra con las azadas y las enterraban con mimo. Agotado de gritar y escupir, Eduardo se acercó a Pablo por detrás con intención de agarrarlo del cuello con las zarpas de sus manos sucias. Pablo lo esquivó. Luego salió
corriendo y, ágil como un leopardo, se subió al nuevo frutal
y dijo: —¿Qué te apuestas a que dentro de unas horas todas esas semillas se han convertido en cerezos? —Nada, porque eso es imposible.
—De acuerdo, ¿cuántos huesos hemos plantado, chicos? —preguntó Pablo. —Más de cincuenta —dijo Ignacio Tomillo. —Eduardo, si cuando vengas mañana al parque encuentras más de cincuenta cerezos nuevos, te haremos prometer que no volverás a ordenar a los niños de Villa
Salada. Además recogerás tantas cerezas para cada uno como árboles hayan brotado. Y si me equivoco y no están los árboles, te daremos entre todos más de… Eduardo, como de costumbre, interrumpió a Pablo. —Se ve que son unos niñotes capaces de creer en fantasías absurdas. Y se fue del parque riendo a carcajada limpia.
A la mañana siguiente, muy temprano, don Federico Sal Gorda fue recogiendo a los niños del pueblo y los llevó en su camión al vivero. Allí seleccionaron más de sesenta macetas de cerezos y las llevaron al parque. Desenterraron los huesos y los sustituyeron por las plantas de los tiestos.
Por la tarde, niños y mayores pudieron ver cómo Eduardo Picante, cabizbajo y receloso, dejaba una cesta de cerezas en las 62 casas de Villa Salada. También encontraron a Pablo Azafrán dando volteretas en el parque, saltando setos y recogiendo plumas perdidas de mirlos y palomas. Don Federico Sal Gorda le dijo: —¿A qué estás contento desde que has vuelto a ser el centro de atención de tus amigos? —Sí, tengo un ataque de entusiasmo y verás cuántas cosquillas te hago…
—Un momento, más cosquillas no —dijo sonriendo el jardinero—, deja esas plumas para luego. ¿Te has dado cuenta de que la envidia te ha servido para descubrir lo que tú deseabas y para luchar por encontrar soluciones? Quizás la envidia pueda enseñarte a ser mejor persona ya que te ayuda a saber qué deseas ser. Pero no siempre lo que uno envidia de otros es bueno. Pablo movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo en señal
de conformidad. Luego se quedó pensando un rato, no mucho, porque le pudo la tentación de pasarle las plumas por las barbas a don Federico.
—¿Te presentarás al próximo concurso de chistes y canciones? —preguntó Pablo Azafrán. —Claro —contestó el señor Sal Gorda— y voy a contar
mis chistes de piratas y corsarios. Luego el jardinero y el niño comieron las cerezas más rojas que encontraron y se dieron un abrazo.
PREGUNTAS ORIENTATIVAS SOBRE EL CUENTO
• ¿Qué emociones aparecen en el cuento? ¿Cuál es la emoción más importante?
• ¿Qué le ocurre a Pablo cuando aparece Eduardo Picante?
• ¿Qué emociones siente?
• ¿En qué sentido le ayuda don Federico Sal Gorda?
• ¿Qué le ocurre cuando don Federico le va dando ideas para superar la situación?
• ¿Qué le dice al final del cuento don Federico y por qué se lo dice?
• ¿Qué conclusión crees que debe de haber sacado Pablo?
La envidia es una emoción muy común que hemos sentido todos alguna vez. Al igual que en la mayoría de las emociones, no es fácil identificarla porque se juntan muchos sentimientos contradictorios. Si recuerdan, Pablo siente rabia, tristeza y agresividad en distintitos momentos del cuento. Además, es frecuente que hacia la persona envidiada se sienta una mezcla de admiración y enojo, por la cualidad que ella tiene y tú no tienes, lo cual la hace aún más difícil de manejar.
Una labor importante de las maestras es enseñar a identificar las emociones, a ponerlas nombre. Dotar a los alumnos de vocabulario emocional es imprescindible para que ellos puedan luego reconocerlas.
En el cuento, don Federico le pone nombre a lo que siente Pablo y le ayuda a reconocer los síntomas de la envidia. Don Federico Sal Gorda le ofrece multitud de alternativas para que Pablo canalice positivamente su emoción. Todas las emociones tienen una lectura positiva, ya que todas las emociones cumplen alguna función. En este sentido, si piensas con objetividad en la envidia, te da información sobre lo que tú deseas o sobre lo que tú valoras. Es decir, que si lo que tu alumno envidia es un buen objetivo, ese sentimiento te permitirá ayudarle a buscarlo.
En ocasiones también ocurre que la habilidad envidiada no es un valor encomiable; entonces, tu ayuda consistirá en que tu alumno sea consciente de a dónde le lleva intentar alcanzar ese valor.
En este sentido, don Federico, al final del cuento, le dice a Pablo:«Quizás la envidia pueda enseñarte a ser mejor persona, ya que te ayuda a saber qué deseas ser. Pero no siempre lo que uno envidia de otros es bueno». Le aporta reflexiones para que Pablo sea consciente de que la envidia le ha ayudado a descubrir su necesidad de ser líder y aprovecha para hacerle reflexionar sobre si ese valor vale la pena o no.
En conclusión, aportar vocabulario emocional a tus alumnos y hacerles conscientes de que las emociones nos aportan información muy valiosa sobre nosotros mismos es una labor importante que podemos llevar a cabo los maestros y maestras.
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